La madrugada del viernes 3 de junio de 1983, el silencio de Rancho El Naranjo en el municipio de Anahuac, Nuevo León, fue interrumpido por el crujido de una puerta de madera que se cerraba sin apuro. Eran cerca de las 5, aún sin luz natural y tres sombras alargadas cruzaban el camino de Tierra Roja que llevaba al límite norte del predio.
Juan Manuel, José Luis y Pedro Martín Álvarez Gómez desaparecieron ese día sin dejar rastro, empujados por la promesa de trabajo en el otro lado y por la desesperación de una familia cuyo único sustento eran las gallinas, 2 heáreas de zorgo y una radio AM que rara vez funcionaba. La madre, doña Tomás Gómez, los vio marcharse con una tristeza que solo entienden las mujeres del campo.
No lloró, no pidió explicaciones, no suplicó que se quedaran, solo les hizo un taco de frijoles a cada uno. Los bendijo con agua de pozo y les entregó una estampa de San Judas Tadeo envuelta en un pañuelo bordado. Juan Manuel, el mayor prometió que volverían antes del día de la Virgen del Carmen. Pedro Martín, apenas un adolescente con rostro de niño asustado, llevaba una camisa blanca, dos tallas más grande que su cuerpo huesudo y no soltaba la mano de José Luis, quien cargaba un morral con sus pocas pertenencias.
Ninguno de los tres había salido antes del estado. Llevaban consigo solo lo que podían cargar y una dirección escrita en lápiz sobre una hoja arrancada de cuaderno. Taller Border Auto Repair, Laredo, Texas. Preguntar por Neto. Les habían dicho que un conocido del primo Jesús les conseguiría trabajo en ese taller a cambio de unos días de ayuda en el rancho de paso.
Lo que no sabían era que esas palabras eran una fórmula repetida en las fronteras del norte: promesas vagas, rutas clandestinas y coyotes sin nombre que cambiaban la vida de familias enteras. El camión que los recogió era gris sin placas. con vidrios polarizados. Nadie en el rancho lo había visto antes, pero nadie preguntó. En esos años, la migración irregular no era un delito, era una costumbre trágica.
Pasaron más de 40 horas hasta que Tomasa comenzó a inquietarse. Primero fue una punzada en el estómago, luego el silencio del transistor y finalmente el sueño quebrado por una frase que le pareció escuchar en su mente. El silencio también es una respuesta.
Durante los primeros días, tras la desaparición de los tres hermanos, la incertidumbre se instaló como huésped permanente en la casa de adobe de doña Tomasa. Al amanecer, abría la puerta mirando al camino polvoriento, como si de un momento a otro aparecieran las siluetas conocidas de sus hijos, con los mismos pasos que partieron, con los mismos ojos esperanzados.
Pero el sendero, día tras día, solo devolvía el silencio de los árboles inmóviles. La primera en saberlo fue doña Ramona, vecina del rancho contiguo, quien corrió la voz de que los hijos de Tomasa se habían ido para el otro lado. En pocos días, la noticia se convirtió en parte del murmullo habitual de la comunidad. Otra familia que perdía jóvenes en la frontera, otro intento por huir de la miseria rural.
Nadie preguntaba, nadie ayudaba. Todos sabían que en el norte se podía ganar en una semana lo que aquí no se veía en un mes entero y por eso se entendía o se fingía entender que los muchachos no volvieran, que no llamaran, que se borraran. Pero Tomasa no aceptó esa lógica. Caminó cinco leguas hasta la delegación municipal de Anahuac.
Allí pidió que tomaran constancia de la desaparición. El agente, un hombre con gafas rotas y expresión impasible, apenas garabateó un número en un papel. Le dijo que sin pruebas de delito no había expediente. Le preguntó si los hijos tenían antecedentes. Le recomendó esperar. El que se va por hambre vuelve por cariño”, dijo.
Tomás abajó la mirada, guardó el papel y regresó a pie tragando el polvo del camino. Al llegar su esposo Salustio la esperaba sentado en una silla rota con el machete en las manos. No dijo nada. Desde la partida de los hijos había dejado de sembrar. Su rostro se endureció y cada noche murmuraba oraciones como un acto de pura mecánica.
Tomasa, en cambio, comenzó a enviar cartas, una a Monterrey, otra a Laredo, otra más al Consulado de México en San Antonio. Algunas regresaron sin abrir, otras nunca respondieron. En diciembre de 1983, una mujer que regresaba de Texas trajo noticias inciertas. Dijo haber visto en un taller mecánico a tres jóvenes que hablaban español con acento del norte.
Uno de ellos tenía una cicatriz en la ceja, pero al preguntar su nombre no respondieron. [Música] Yo creo que eran ellos, dijo, pero no me quisieron hablar. Esa pista, tenue como un sueño, fue la única que Tomása conservó por años. En 1985, casi al cumplirse 2 años de la desaparición, una hoja doblada en cuatro apareció en el alfeizar de la ventana. tenía la caligrafía temblorosa y decía, “Están bien, no busques más, todo es silencio.” [Música] Esa fue la única frase que rompió la noche de la casa durante mucho tiempo.
No tenía firma, no tenía fecha, solo un mensaje impregnado de misterio. Tomasa la colocó entre las páginas de su Biblia, justo donde se abría sola desde el día de la partida. El Salmo 91. Poco a poco, la vida en Rancho El Naranjo se replegó en sí misma. La parcela quedó hierma. Los vecinos, incómodos, comenzaron a evitar a Tomasa.
Algunos decían que hablaba sola, otros que rezaba a voces cuando caía el sol. Pero todos sabían que los hermanos Álvarez Gómez no regresaron y que nadie parecía dispuesto a buscarlos. Era domingo por la mañana cuando el viento dejó de soplar sobre la autopista 69 en Laredo, Texas.
El cielo, despejado como un recuerdo nítido, anunciaba un día templado. Eran aproximadamente las 9 cuando Elena Marquez, estudiante de antropología forense en la Universidad de Texas, cruzó el portón oxidado del mercadillo que se instalaba cada fin de semana junto al lote abandonado de camiones. Desde hacía casi un año, Elena coleccionaba fotografías anónimas, cartas olvidadas, objetos sin dueño.
Su tesis de licenciatura giraba en torno a los rastros materiales de la memoria migrante, lo que dejaban atrás, lo que llevaban consigo, lo que otros olvidaban en su lugar. Ese día, un puesto improvisado llamó su atención. Una lona colgaba sobre cuatro cajas abiertas y dos mesas de madera sin bariz.
Un cartel decía subasta de bodega, todo a El vendedor, un hombre de rostro ancho y ojos pequeños, explicó sin entusiasmo que había adquirido el contenido completo de un trastero embargado. El antiguo dueño, un mecánico ya fallecido, se había ido sin dejar testamento. Lo que había allí era una mezcla caótica de herramientas, papeles húmedos, fotografías sin marco y ropa de trabajo desteñida por el tiempo.
Fue entre un fajo de revistas mecánicas y un manual de carburadores que Elena encontró una fotografía polaroid. Era pequeña, cuadrada, con los bordes curvados por la humedad. La imagen mostraba a tres jóvenes parados frente a un taller mecánico. Detrás de ellos, una fachada blanca con letras descoloridas apenas dejaba leer Border Auto Repair.
La pintura se desprendía por escamas. Los tres muchachos miraban a cámara sin sonreír. El mayor a la izquierda, tenía los brazos cruzados y el ceño fruncido. El del medio parecía más relajado, pero sus ojos evitaban el lente. El menor, delgado con camisa blanca grande para su tamaño, tenía una expresión indefinible entre susto y cansancio.
Elena, sin saber por qué, sintió un escalofrío leve. Giró la fotografía. En el reverso, con letra apretada y en tinta azul, leía para mamá. Volveremos pronto. Junio 85. Se quedó inmóvil. El mensaje no era un recuerdo alegre, era una promesa suspendida. No había dirección, ni remitente, ni firma. Solo una afirmación para alguien que jamás la recibió.
compró la caja entera sin regatear, la llevó al asiento trasero de su auto y condujo hasta su residencia estudiantil. Esa noche, al clasificar los objetos, comenzó a investigar. El nombre del taller Border Auto Repair ya no existía en los registros actuales. Al buscar en directorios telefónicos antiguos digitalizados, localizó una entrada de 1984 que lo situaba al este del centro de Laredo.
Propiedad de un tal Ernesto Benavides Garza, según registros oficiales, había fallecido en 2008 por causas naturales. Ninguno de sus familiares había reclamado el trastero, donde entre tantas cosas descansaba la fotografía. Elena amplió la imagen con una aplicación de restauración digital.
Pudo distinguir una mancha en la ceja del menor, una cicatriz leve, apenas visible, que parecía reciente. Aquel detalle activó una intuición. Días después, revisando bases de datos públicas de desaparecidos entre 1981 y 1987, encontró un breve artículo rescatado por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Era una nota sin foto publicada en un boletín parroquial.
Buscan a tres hermanos desaparecidos desde el rancho El Naranjo, Juan Manuel, José Luis y Pedro Martín Álvarez Gómez. Edades 21, 19 y 16 partieron rumbo a Texas el 3 de junio de 1983. Elena imprimió la nota, volvió a mirar la fotografía, comparó edades, fechas, proporciones. Todo parecía coincidir.
Decidió escribir un informe preliminar y lo envió, junto con la imagen escaneada, a la Comisión Nacional de Búsqueda en México. Durante semanas no obtuvo respuesta. Finalmente, en marzo, una funcionaria de la Fiscalía Especializada le respondió desde Saltillo. Habían recibido su información y estaban cruzando datos con un expediente inactivo desde 1985. Según su carta, no existían registros posteriores.
La denuncia no había sido formalizada, pero sí constaba un acta circunstancial levantada por un agente municipal en el pueblo de Anahuac. Las piezas comenzaron a moverse. La Fiscalía Mexicana contactó con la Procuraduría de Coahuila. Allí, un archivo polvoriento conservaba una libreta entregada por un denunciante anónimo en 1990.
Entre sus hojas aparecían listados de nombres y pagos realizados a un grupo vinculado al traslado irregular de jornaleros desde Nuevo León a tierras agrícolas del norte. Dos nombres se repetían. Neto y el riso, el primero, presunto dueño del taller, el segundo identificado como Hernán Salinas, exmitar con antecedentes de violencia en la frontera.
Ambos trabajaron para Agropaso SA, una empresa disuelta sin sanción en 1991. La fiscalía obtuvo una orden para revisar propiedades vinculadas al difunto Benavides. Una en particular llamó la atención. Un rancho sin nombre ubicado a 40 km de piedras negras en una zona de difícil acceso. Antiguamente dedicado al cultivo de Zorgo, había sido abandonado tras un incendio en 1998.
El terreno, al ser escaneado por Georadar, reveló una zona de compactación anómala. Se ordenó excavar. La fosa encontrada el 29 de octubre del año 2017 no estaba marcada ni protegida. Maderas podridas enmarcaban un espacio de tierra apelmazada. Al removerla, el olor fue inmediato. Fragmentos óseos, prendas deterioradas, objetos metálicos y restos de cal fueron recuperados con sumo cuidado.
Un botón de camisa blanca, una evilla con iniciales grabadas. JM y una medalla de San Judas completaban el cuadro. Los análisis de ADN fueron enviados a laboratorios binacionales. La espera se extendió hasta enero del año siguiente. Los resultados fueron concluyentes. Los restos correspondían a José Luis y Pedro Martín.
Las pruebas indicaban que ambos murieron entre 1986 y 1987. No hubo señales de entierro ceremonial. Fueron asesinados y descartados. El mayor Juan Manuel no aparecía, pero la sorpresa más profunda no vino de la ciencia, sino de un correo inesperado. Elena recibió un mensaje cifrado desde Oklahoma. Un hombre llamado Julio M. Reyes afirmaba conocer la historia de los hermanos. solicitó hablar en persona.
La reunión tuvo lugar en febrero de 2018 en un pequeño café de Durant. El hombre, de edad cercana a los 50, ojos cansados y voz baja, reveló su verdadera identidad. Juan Manuel Álvarez Gómez había logrado escapar del rancho en 1988 con ayuda de una mujer que trabajaba como cocinera para los captores.
Durante décadas vivió bajo identidad falsa, temiendo represalias. Pero ahora, al ver la fotografía publicada por Elena en un foro especializado, decidió dar un paso al frente. El testimonio de Juan Manuel fue clave. Confirmó la red de trata laboral. La explotación, las amenazas, los castigos.
Contó como sus hermanos intentaron escapar y fueron ejecutados. Dio nombres, fechas, ubicaciones. Su declaración permitió conectar las piezas que la fiscalía no había logrado ensamblar durante más de tres décadas. En abril de 2019, Juan Manuel regresó a México para despedirse de su madre moribunda, quien lo reconoció sin decir palabra.
Con las manos temblorosas y los ojos inundados de silencio, fue recibido como testigo protegido. Su relato selló el caso En octubre de 2021, el juicio federal celebrado en Monterrey concluyó con tres condenas ejemplares. Cadena perpetua para Ernesto Benavides, postmtem con incautación de bienes.
80 años para Hernán Salinas, capturado en Veracruz bajo identidad falsa. y 40 años para Carlos Delgado, excomandante municipal, extraditado desde Guatemala tras años de fuga. El hallazgo de la fotografía, ese objeto pequeño y olvidado, reabrió una herida que muchos daban por enterrada, pero también iluminó un camino de justicia.
Lo que parecía una casualidad en un mercado de pulgas, resultó ser la chispa de una verdad escondida bajo tierra. El testimonio de Juan Manuel Álvarez Gómez no llegó a la prensa ni fue transmitido por televisión. No fue entregado ante una sala abarrotada ni bajo los focos del tribunal. Fue susurrado, fragmentado en una sala sin ventanas del Ministerio Público en Saltillo. Durante la madrugada del lunes 5 de marzo de 2018.
Apenas una grabadora antigua giraba lentamente en la mesa y cada palabra que él pronunciaba parecía emerger desde una profundidad oscura, empapada por el peso del tiempo, por el horror que había vivido y por el silencio que lo había envuelto durante más de tres décadas. Juan Manuel habló durante 3 horas, al principio con reticencia, con evasivas, con pausas largas entre frases, como si cada recuerdo fuera un terreno minado.
Pero poco a poco, ante la mirada atenta de la fiscal y el tapicero de madera que crujía con cada movimiento, comenzó a reconstruir el infierno que vivió junto a sus hermanos en aquel rancho perdido entre la maleza, donde el horizonte se cerraba con alambradas oxidadas y donde el cielo se volvía una bóveda hostil.
contó que tras ser recogidos en el punto pactado de Anahuak, un vehículo oscuro los llevó primero a Sabinas en el estado de Coahuila. Allí pasaron varios días encerrados en una casa sin ventanas, alimentados con sobras frías, vigilados por dos hombres armados que los llamaban por apodos y no permitían preguntas. Una noche, sin previo aviso, los obligaron a subir a la parte trasera de una camioneta con jaulas para ganado.
El trayecto duró varias horas entre caminos de terracería y curvas sin señalización. Llegaron a un rancho sin nombre cercado por Espinos, donde ya había otros jóvenes trabajando en condiciones infrahumanas. Era un campo de trabajo ilegal. A lo largo de los años, docenas de jóvenes eran forzados allí a limpiar terrenos, cargar costales, preparar siembra bajo la supervisión de Hernán Salinas, conocido como El Rizo, un exmitar que imponía órdenes con la culata de un rifle y corregía la desobediencia con el encierro o la desaparición.
El dueño del lugar, Ernesto Benavides Garza, llegaba cada dos semanas con una lista de nombres y pagos. Su presencia era más temida que la del sol del mediodía, pues a menudo sus visitas implicaban castigos o traslados forzosos. Pedro Martín, el menor de los tres hermanos, comenzó a enfermarse a los pocos meses.
Toscía sangre, sufría de fiebre alta y no podía mantenerse en pie más de media hora sin desplomarse. Su hermano José Luis intentó esconderlo, interceder por él. Ambos fueron golpeados públicamente, atados a un poste de madera, dejados bajo el sol durante dos días. Ninguno volvió a levantarse con la misma fuerza.
El tercero en pie, Juan Manuel, tuvo que enterrarlos con sus propias manos una semana después en una zanja detrás de los corrales. Nadie dijo palabra, nadie ayudó. El silencio era parte del castigo. A partir de aquel entierro improvisado, el alma de Juan Manuel se fragmentó. Cada jornada se volvió idéntica, repetida, insoportable.
Amanecía con el olor de la tierra húmeda mezclada con sudor viejo, y anochecía con los lamentos apagados de quienes compartían su suerte. Algunos eran cambiados de rancho, otros simplemente dejaban de aparecer. Nadie preguntaba. El miedo, enseñado con violencia era más eficaz que cualquier cerrojo. El intento de fuga lo planeó durante semanas. Aprovechó una tormenta inusual en pleno agosto del año 1988.
Saltó una cerca apenas iluminada. Corrió durante horas por veredas enlodadas. Se escondió en un silo abandonado hasta que pudo colarse entre los sacos de maíz de un tráiler que cruzaba hacia el norte. Así llegó a Eagle Pass. De ahí cruzó a San Antonio, luego a Austin y finalmente a Durant, Oklahoma, donde una congregación religiosa le brindó refugio.
Vivió casi 30 años bajo identidad falsa. Trabajó como obrero, cuidando siempre de no acercarse demasiado a nadie, de no hablar del pasado. Cada noche, sin excepción, soñaba con la cara de Pedro Martín congelada en aquel momento en que le entregó su medalla de San Judas. Guárdala tú por si acaso”, le había dicho.
Esas palabras simples eran las únicas que Juan Manuel repetía cada vez que la culpa le robaba el sueño. Fue recién en el año 2017 cuando todo cambió. La publicación de la fotografía en un blog de memoria migrante lo sacudió. Era como un fantasma vuelto papel. Esa imagen con sus hermanos delante del taller era la última prueba de que aún existía un lazo con la verdad.
Entonces escribió desde un cibercafé un correo anónimo a la estudiante que había hallado la polaroid. Le dio una cita temeroso, pero ya no podía callar. Su testimonio permitió iniciar una reconstrucción meticulosa. La Fiscalía de Coahuila, en coordinación con la Comisión Nacional de Búsqueda y el Apoyo del FBI, realizó peritajes forenses en el rancho abandonado.
Los restos óse hallados en la fosa fueron enviados a laboratorios en Monterrey y Austin. El cotejo de ADN cruzado con muestras de Tomás Gómez, aún con vida, confirmó la identidad de los cuerpos. José Luis y Pedro Martín Álvarez Gómez. Las prendas que llevaban eran las mismas que Tomasa les había planchado con esmero aquella madrugada de junio antes de partir.
La camisa blanca con cuello desilachado, el pantalón de mezclilla con parches, las botas baratas compradas a crédito. La medalla seguía cocida a la costura interna del pecho, como si el tiempo hubiese respetado aquel último acto de fe materna. Con los resultados confirmados, la fiscalía emitió órdenes de captura contra los implicados vivos Hernán Salinas, alias El Rizo y Carlos Delgado, excomandante municipal de Anahuac.
Salinas fue localizado en una finca en Veracruz, donde vivía bajo el nombre falso de Mauricio Treviño. Al momento de su detención cultivaba Chile habanero y portaba una credencial de elector falsificada. Delgado, por su parte, fue encontrado en una comunidad rural en Guatemala, amparado por una red local de exmilitares. Su extradición tomó 14 meses.
Ambos fueron llevados a juicio en el fuero federal bajo acusaciones de desaparición forzada, homicidio calificado y trata de personas con fines de explotación laboral. El proceso judicial se instaló en la ciudad de Monterrey en junio de 2021. La sala estaba custodiada por elementos de la Guardia Nacional, no por temor a fuga, sino por respeto al peso simbólico del caso. Más de tres décadas de silencio institucional comenzaban a quebrarse.
Tomasa, ya en silla de ruedas y con la memoria entrecortada, asistió al juicio acompañada por una enfermera. Juan Manuel, protegido por el programa de testigos, brindó su declaración detrás de un biombo. Su voz era pausada, pero segura. A lo largo de su testimonio, los asistentes apenas respiraban. Cuando terminó de hablar, el fiscal mostró la fotografía que había iniciado todo.
Los tres hermanos parados frente al taller. Tomasa no la miró, cerró los ojos y susurró una oración que nadie entendió. Durante el juicio se presentaron 70 pruebas documentales, 18 testimonios de víctimas indirectas y 12 peritajes forenses. El tribunal determinó que existía una red criminal activa entre los años 1983 y 1989, destinada a la captación, retención y explotación de trabajadores en condiciones análogas a la esclavitud.
La sentencia fue ejemplar. 80 años de prisión para Salinas, 40 para Delgado y la confiscación total de los bienes de ambos. El Estado destinó esos bienes a un fondo de reparación para las víctimas. En una ceremonia pública celebrada en la plaza cívica de Anahwak, se entregó a Tomás a una placa con el nombre de sus hijos grabado en bronce.
Juan Manuel colocó sobre ella la medalla de San Judas. Luego se retiró sin hablar. Su presencia para muchos fue suficiente testimonio. Pasaron 5co meses desde la última audiencia del juicio hasta que los restos de José Luis y Pedro Martín regresaron a su tierra. El traslado fue discreto, sin escoltas, sin cámaras, sin discursos oficiales, solo un ataú de madera clara para cada uno, cubierto por un manto blanco bordado con las iniciales que sus padres alguna vez cosciieron en sus ropas de infancia. Aquel noviembre, el naranjo dejó de ser
un punto perdido en el mapa y se convirtió en una grieta luminosa en la memoria de un país que olvida con demasiada facilidad. El velorio se celebró en la capilla de San Judas, levantada con donaciones de vecinos, cooperativas y antiguos jornaleros que habían compartido con los hermanos la misma ruta del silencio.
Nadie preguntó por qué no había cuerpos enteros. Bastaron las cenizas, los fragmentos, las pruebas indiscutibles para encender el llanto de una comunidad entera. Sobre los féretros se colocaron dos velas y una fotografía ampliada. La misma Polaroid que tantos años después se convirtió en semilla de justicia.
Tomasa no habló, no lloró, se mantuvo sentada con las manos sobre el regazo, murmurando oraciones casi inaudibles. Cuando llegó el momento de cerrar los ataúdes, pidió que le permitieran colocar dentro de cada uno carta. Nadie la leyó, nadie preguntó qué decían, solo pidió que se sellaran con cuidado y que nadie más volviera a abrirlos. Ya están en casa. susurró.
Fue su única frase esa noche. Juan Manuel permaneció de pie al fondo del templo, sosteniéndose del respaldo de una banca. Cuando terminó la misa, caminó solo hasta el altar, depositó una cruz de palma sobre la tapa del féretro de Pedro y dijo en voz baja, “Perdonadme por el silencio.” Después salió sin volver la vista atrás.
El viento norte comenzaba a levantarse entre los árboles secos del campo. Días después se instaló en el naranjo una placa conmemorativa. Aquí nacieron, aquí partieron y aquí volvieron los hermanos Álvarez Gómez. Que la tierra les sea leve y la memoria eterna. Cada 3 de junio desde entonces se celebra una liturgia con el sonido de tres campanas y una vela encendida por cada nombre.
Juan Manuel sigue asistiendo, a veces se queda en silencio, a veces lee una carta, pero nunca más volvió a esconderse. Elena Marquez desde Austin envía flores cada año. La fotografía original, ahora enmarcada en un cristal antibalas, permanece expuesta en la Universidad de Texas como parte del archivo de memoria migrante. Sobre el reverso aún se lee con tinta azul desída. Para mamá volveremos pronto.
Y aunque no fue pronto, volvieron porque la justicia a veces también regresa. [Música]
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