Al día siguiente, voluntarios, soldados y vecinos se sumaron a la búsqueda revisando caminos secundarios, cañadas y
cruces rurales. No había huellas del autobús, ni restos de neumáticos, ni
señales de accidente, tampoco llamadas, notas, peticiones,
solo el silencio. un silencio que desde aquel día quedó
incrustado en las paredes de cada casa de Cuetsalan, donde un niño no volvió a cruzar el umbral. Los registros del
libro de tránsito escolar fueron verificados. Todo parecía estar en regla: nombres, firmas, fecha, destino.
Pero algo no cuadraba. La familia de la profesora insistía en que ella no conocía la zona arqueológica asignada
como destino. Nunca había estado allí. Algunos padres recordaban vagamente que
durante la junta informativa se había mencionado un sitio distinto. La
confusión creció. El único adulto fuera del sistema escolar, el conductor Lázaro Rosales,
tenía un expediente irregular. Había sido contratado a través de una
subempresa tercerizada, sin documentación local ni referencias oficiales. Para cuando quisieron
contactar con él, ya era demasiado tarde. No volvió a presentarse a ningún
sitio. Su dirección en el archivo era falsa y su ficha laboral se evaporó
junto con el autobús. Ese día 24 de octubre de 1986
convirtió en una herida abierta. Los medios nacionales cubrieron el suceso
durante una semana, luego desapareció de los titulares. Las familias, sin cuerpo,
sin restos, sin testimonio, fueron empujadas al abismo de la espera muda.
Algunos padres murieron sin respuestas. Otros siguieron peregrinando cada año por caminos olvidados con la fotografía
del niño doblada en el bolsillo y la pregunta intacta. Durante los primeros años posteriores a
la desaparición, las búsquedas oficiales se volvieron esporádicas y con el tiempo
casi simbólicas. Las promesas de las autoridades estatales de llegar hasta el fondo se desvanecieron entre cambios de
administración y carpetas archivadas sin resolver. Los padres fundaron un pequeño comité
ciudadano llamado Voces de Octubre y cada aniversario organizaban caminatas
de silencio por las calles de Cuetzalán, portando pancartas con las fotografías de los 15 niños. En cada marcha, una
fila de veladoras precedía los nombres leídos en voz alta, como si enunciarlos
fuera una forma de no dejar que la tierra los tragara por completo.
El comité consiguió durante años pequeñas ayudas para continuar la búsqueda. una retroexcavadora donada por
una organización canadiense. Mapas topográficos cedidos por la Universidad
de las Américas, incluso el apoyo de un par de investigadores que creían que el
caso podía estar vinculado a una red de trata activa en los años 80, pero
ninguna pista prosperó. En 1993, un sacerdote franciscano dijo haber
visto el autobús en una carretera cerca de Zacapoaxtla, pero al enviar brigadas no hallaron
nada. En 2001, un artículo en un periódico de la capital afirmaba que uno
de los niños había sido localizado en Monterrey. Era falso. En 2009, una
llamada anónima aseguraba que el autobús estaba hundido en un canal agrícola entre Tlatlaukitepec y Hitamalco. Se
drenó el tramo. Nada. La lista de falsas alarmas creció como una broma macabra
del destino, alimentando la frustración y debilitando la esperanza.
En 2010, el comité Voces de Octubre apenas contaba con cinco miembros
activos. De los padres originales, solo quedaban tres. Los demás habían
fallecido o se habían mudado. Algunas familias vendieron sus casas y partieron del pueblo, incapaces de convivir con la
sombra. Otras adoptaron el silencio como forma de resistencia. El caso fue
oficialmente cerrado por la fiscalía en 1998, aunque una nueva carpeta digital se
reabrió en 2012 como parte de una iniciativa para revisar desapariciones históricas no resueltas, no trajo
resultados. Las pruebas eran mínimas, los documentos estaban incompletos, las
versiones eran contradictorias. En 2018, cuando se cumplieron 32 años de
la desaparición, un periodista de Puebla capital publicó un reportaje titulado El
autobús fantasma de Cuzalan. El texto, aunque bien escrito, no contenía
revelaciones, apenas una reconstrucción de hechos ya conocidos, sin fuentes nuevas ni
hipótesis sólidas. Aún así, el artículo circuló por redes sociales y reavivó el
recuerdo de aquellos niños. cuyo rastro se había esfumado entre el asfalto húmedo y los pliegues de la sierra. Y
sin embargo, el suelo aún guardaba memoria. La mañana del 3 de marzo de 2019, tres
operarios de la empresa Infratel Comunicaciones Rurales trabajaban en la ladera boscosa de un ejido comunal a 7
km al norte de Teteles de Ávila Castillo en 1980, un claro donde se proyectaba
instalar una torre de telecomunicaciones de 30 m. El terreno, denso y cubierto de maleza,
había permanecido virgen durante décadas. Los vecinos lo evitaban. Decían
que allí se hundían los machetes sin eco y que el agua sabía a hierro cuando se
cababa muy profundo. Durante las primeras excavaciones, una de las
retroexcavadoras topó con algo metálico, un ruido seco, hueco, como de golpe
contra una carcasa olvidada. El operador detuvo la máquina y al
descender descubrieron lo que parecía un fragmento oxidado de la defensa delantera de un vehículo. Al remover la
tierra con más cuidado, emergió una placa blanca doblada cubierta de óxido y
raíces. La matrícula coincidía con los archivos escolares de 1986.
La policía local fue notificada, pero fue el forense de Tesiutlán, el Dr. José
Heredia, quien confirmó la magnitud del hallazgo. Lo que descansaba allí, bajo
apenas metro y medio de tierra compactada y musgo, no era un simple vehículo abandonado.
Se trataba del autobús escolar desaparecido hacía 33 años.
El chasís estaba semienterrado con la carrocería severamente deformada por la
humedad y el peso del terreno, pero aún reconocible. Parte del toldo había
colapsado. Las ventanillas estaban rotas. Al ingresar con linternas, los
peritos localizaron objetos personales incrustados entre el lodo y los restos
de los asientos. Mochilas en estado de descomposición, cuadernos ilegibles, un
zapato infantil con la suela intacta, restos de crayones y fichas escolares
con los nombres aún visibles, impresos en cinta adhesiva de color rojo. En uno
de los extremos del vehículo aún colgaba una bolsa de tela con bordados en hilo azul.
Dentro había una merienda enmoecida y un sobre sin abrir con dibujos infantiles
destinados a ser regalados a los padres al regresar. En el fondo del autobús,
atrapado entre dos asientos metálicos, había una libreta cuadriculada, parcialmente destruida por la humedad.
Algunas páginas estaban manchadas de óxido y hongos, pero otras conservaban fragmentos de escritura infantil.
No había nombres completos, solo iniciales, pero una anotación llamó la atención del equipo. El maestro no
viene. Vamos a otro lado. Dicen que hay una cabaña. La frase escrita con lápiz
de grafito débil estaba subrayada dos veces, como si hubiese sido un
pensamiento inquieto que merecía ser recordado. Al excavar bajo el chasis, los
arqueólogos forenses encontraron una caja metálica oxidada con cierre doble
que parecía haber sido deliberadamente escondida en un compartimento cabado con herramientas rudimentarias. La tierra
alrededor mostraba señales de haber sido removida a mano y dentro, bajo tres
capas de plástico y tela impermeable había documentos escolares sellados,
copias del itinerario original, formularios con firmas y sellos oficiales y una hoja adicional con
correcciones hechas a mano. Esta hoja tenía un nuevo destino anotado en bolígrafo azul, rancho El Sensontle, vía
Loma Alta. Ese lugar no aparecía en los papeles oficiales.
La caja también contenía un sobre con documentos administrativos de la época, una factura a nombre de una empresa
privada de transporte, un recibo por servicio especial fechado el 23 de
octubre de 1986 y un mapa doblado con rutas subrayadas
en rojo. El sobre llevaba un membrete en relieve. Fundación Educativa Cañada
Verde Ace. Ninguna autoridad local había oído hablar de ella. En el reverso del mapa,
alguien había anotado con letra apresurada, ruta 2, acceso oculto por el
río. Los forenses delimitaron la zona. Durante los cinco días siguientes se
extrajeron restos óseos en fragmentos, 11 cráneos infantiles, huesos largos y
tejidos orgánicos adheridos a prendas escolares. Algunos de los restos estaban apilados
en el fondo del vehículo, como si hubiesen sido acomodados con premura.
En un extremo del autobús, bajo el asiento del conductor, hallaron una cruz de palma trenzada entre los resortes
oxidados. Casi intacta. También se recuperó una cajetilla de cerillos, un
llavero metálico con la palabra esperanza grabada y una pulsera rota con cuentas de madera. Los análisis
genéticos realizados en la Ciudad de México confirmaron en un mes la identidad de 11 de los 15 niños. La
libreta, la caja y los documentos fueron trasladados bajo custodia al Ministerio Público. La profesora y el conductor
seguían desaparecidos. Uno de los objetos encontrados, una pequeña placa de identificación grabada
con las iniciales MR y la fecha 1984
despertó el interés de los investigadores, ya que no coincidía con ninguno de los nombres del grupo
escolar. Esto levantó la sospecha de que ese autobús pudo haber transportado a otros menores antes o después de la
excursión. La noticia estalló en medios regionales primero, luego a nivel
nacional. Las imágenes del autobús oxidado, semienterrado y cubierto de
raíces inundaron noticieros y redes. Padres envejecidos, algunos en silla de
ruedas, fueron filmados frente al lugar del hallazgo, sosteniendo retratos enmarcados que parecían haber estado
aguardando ese instante durante más de tres décadas. Un sacerdote de Cuetsalán bendijo la
tierra removida y rezó en voz baja. Una madre que había perdido a dos hijos
gemelos en la excursión colocó sobre la defensa oxidada una cartulina con un mensaje sencillo.
Gracias por devolverme el silencio. Dos días después del descubrimiento, un
técnico de Lina halló entre la tierra removida en el perímetro trasero del autobús, una botella plástica
semienterrada que contenía protegidos por una bolsa con doble nudo, tres carretes fotográficos sin revelar. Uno
de ellos mostraba signos de exposición, pero los otros dos fueron enviados al
laboratorio fotográfico de la Secretaría de Cultura. Los negativos, aunque dañados por el tiempo, revelaron
imágenes fragmentadas de una jornada escolar. Niños bajando del autobús en un
paisaje montañoso, risueños alineados junto a una cabaña de madera con techo a
dos aguas. En una de las tomas más nítidas, una mujer joven, probablemente
la profesora Ruiz, sostiene una carpeta marrón y sonríe a la cámara. Detrás de
ella, parcialmente oculto, se distingue un letrero de madera pintado con las letras ranchos enle,
el resto desvanecido. Ese hallazgo visual alimentó aún más el
desconcierto. El rancho no figuraba en ningún itinerario oficial. Nadie recordaba que
se hubiese mencionado como destino alternativo. Una búsqueda catastral arrojó que el
terreno en 1986 estaba registrado a nombre de un hombre
llamado Eugenio Bársenas Revilla, un empresario del ramo Avícola que murió en
1991 en circunstancias poco claras. Lo que despertó mayor alarma fue que en un
informe archivado en la extinta Dirección Federal de Seguridad, Bársenas figuraba como donante de la desaparecida
Fundación Educativa Cañada Verde AC, señalada en su momento por recibir
fondos de origen no verificado y operar sin licencias oficiales. Conforme se
abría la caja documental, nuevas líneas de investigación emergieron. Un informe
olvidado de 1987 mencionaba un accidente vehicular ocurrido a 12 km del rancho en el que un
camión de carga sin placas había volcado durante la madrugada. El chóer sobrevivió, pero nunca se le
tomó declaración. Esa misma semana, un trabajador de caminos rurales, hoy jubilado, se
presentó voluntariamente en la fiscalía. declaró con voz temblorosa que esa zona
siempre estuvo cerrada con cadenas y que una vez, al pasar con su cuadrilla por
los linderos del rancho, escucharon voces de niños y luego nada más un
silencio como de fosa. Durante una segunda excavación, a 300 m del autobús,
fue descubierto un agujero cubierto con ramas y hojas secas. En su interior
había una lona enrollada con dos uniformes escolares femeninos, una cantimplora abollada y una cartulina
blanca parcialmente descompuesta, que parecía haber formado parte de una pancarta.
Gracias por traernos, profe. La escena fue fotografiada y sellada por peritos.
No había restos humanos en esa segunda fosa, pero sí una espiral de pistas que habría más preguntas que respuestas. El
hallazgo del 3 de marzo no solo abrió una tumba, abrió un archivo moral que había sido sellado con negligencia,
corrupción y cobardía. El autobús oxidado cubierto de raíces convirtió en
una prueba viva del paso del tiempo y del silencio impuesto. Y en esa tierra removida, donde los machetes no sonaban
y el agua sabía a hierro, por fin se comenzó a escribir lo que el país les
debía. Una verdad con nombres. fechas y cuerpos.
El 4 de abril de 2019, exactamente un mes después del hallazgo del autobús, se
creó por decreto estatal la Unidad Especial de Investigación para casos históricos de desaparición infantil.
Estaba compuesta por antropólogos forenses, criminalistas, un equipo legal, una documentalista del Archivo
General del Estado y un fiscal adjunto nombrado de manera directa por el gobernador. Desde el inicio, las
tensiones internas eran evidentes. La presión mediática y la atención nacional habían puesto al caso en el centro del
debate público y cada paso en falso se amplificaba en noticieros, columnas de
opinión y redes sociales. Algunos sectores acusaban a la fiscalía de querer fabricar culpables viejos,
mientras otros, entre ellos familiares y organizaciones de derechos humanos,
exigían una revisión integral de los archivos de los años 80, especialmente
los vinculados a la fundación educativa Cañada Verde. La primera semana de
trabajo estuvo centrada en el análisis profundo de los documentos hallados en la caja metálica, el itinerario
corregido, el mapa anotado, los recibos y las actas firmadas.
El equipo forense digitalizó cada página y realizó un peritaje de tinta y papel.
determinaron que la corrección manuscrita del destino no se hizo con el mismo bolígrafo que el resto del
documento y que la letra coincidía con un estilo caligráfico masculino.
El nombre del rancho, el Sensontle, aparecía también en el reverso del mapa
como punto de referencia junto a coordenadas que, al ser cruzadas con
imágenes satelitales, revelaron una construcción abandonada, una estructura
de madera de dos niveles con techo de lámina oxidada y una cisterna colapsada.
El lugar estaba cubierto de maleza, pero algunos restos seguían visibles. La
unidad especial viajó hasta el sitio el 13 de abril. La cabaña, apenas sostenida por los
restos del entramado original, tenía señales de haber sido habitada a corto
plazo. En el piso de la planta baja hallaron fragmentos de losa escolar, una
cuchara metálica con grabado industrial y una caja de lápices que todavía tenía
el logo de una papelería desaparecida en 1989.
En la pared del fondo, con trazos de carbón vegetal, alguien había escrito
una palabra, ahora desfigurada por la humedad. Apenas podían leerse tres
letras, nos antes de que el trazo se disolviera en la madera corroída. Los
archivos históricos mostraban que el rancho fue adquirido en 1983
por Eugenio Bársenas Revilla, el mismo nombre que aparecía en el expediente fiscal como patrocinador de la fundación
educativa. La fundación había sido oficialmente disuelta en 1990,
pero la búsqueda hemerográfica reveló que había recibido en sus primeros 4 años cerca de 19 autorizaciones para
organizar jornadas recreativas de formación escolar en comunidades marginadas del Estado. Ninguna de esas
visitas figuraba con informes finales. Varios de los planteles enlistados ya no
existían y otros negaban tener vínculos con la institución.
Uno de los nombres, sin embargo, llamó la atención. Escuela primaria Mariano Matamoros
en Zapotitlán de Méndez, reportada como participante en un programa en 1985.
Cruzando los datos con expedientes de la época, se identificó una desaparición doble ocurrida ese año. Dos hermanos de
9 y 11 años no regresaron tras una salida escolar. El caso fue archivado
por fuga voluntaria. Nunca se localizó el autobús. En mayo, el equipo de la unidad logró
ubicar a dos antiguos colaboradores de Bársenas hoy Septoagenarios. El primero,
Jesús Castañeda, vivía en una casa humilde en las afueras de Tlapacoya.
El segundo, Rubén Ortega, había sido recientemente internado en una
residencia geriátrica por demencia incipiente. Castañeda, tras varias horas
de entrevistas admitió que Bársenas organizaba traslados especiales con menores, pero alegó ignorar sus fines.
Describió una ocasión en octubre de 1986 en que un autobús llegó al rancho a
media tarde. Nos dijeron que era una visita pedagógica, pero los niños no
bajaban. Solo el conductor y una mujer, creo que era la maestra, entraron a la
cabaña. Después hubo gritos, luego silencio.
El testimonio fue registrado en video, pero su valor jurídico era limitado.
Ortega, en un momento de lucidez, murmuró una frase que quedó grabada en el expediente. No sabíamos que eran
tantos. Pensábamos que era un intercambio. Luego dijeron que salió mal. Las autoridades trataron de
reconstruir la escena. El hallazgo de una segunda fosa acerca del autobús con
ropa adulta, una libreta de calificaciones y un cinturón con nevilla rota, llevó a pensar que la profesora
Ruiz pudo haber intentado huir con alguno de los niños. El cinturón tenía rastros de sangre seca y la libreta
contenía notas con fecha del día anterior a la desaparición. El nombre Magdalena aparecía en la
última hoja acompañado de un mensaje escrito en mayúsculas. Siento el silencio en la boca.
El análisis de ADN sobre fragmentos orgánicos encontrados en la evilla y la libreta confirmó semanas después que
ambos coincidían con registros de la familia Ruiz. La profesora, según los informes
oficiales, probablemente fue asesinada el mismo día de la desaparición, pero su
cuerpo nunca fue localizado. En julio, el Ministerio Público entregó un informe
preliminar donde se establecía que el desvío de la excursión fue intencionado, que el conductor Lázaro Rosales no
existía bajo ese nombre en ningún registro oficial previo a 1986
y que se trataba de una identidad fabricada. Las firmas en los documentos escolares
eran legítimas, pero no correspondían al personal activo en la escuela en esa fecha. El expediente sugería que los
menores fueron trasladados con fines de tráfico, probablemente bajo una fachada educativa y que algo salió mal en el
proceso, una venta frustrada, como lo mencionó uno de los excaboradores.
Los últimos días de agosto, en un acto íntimo y sin cámaras, se entregaron
urnas con restos identificados a las familias. El gobierno organizó una
ceremonia oficial en la plaza de Cuetzalán. Pero solo ocho familias asistieron. El
resto prefirió velar en privado. Una mujer, al recibir la caja con los restos de su hija, dijo en voz baja, “Te
encontré, aunque me lo negaron 30 años.” En septiembre, la fiscalía anunció la
detención formal de Jesús Castañeda por complicidad en encubrimiento y falsedad de declaraciones. Su salud era frágil,
pero accedió a colaborar. reveló que el rancho funcionó durante 3 años como centro de captación de menores, siempre
con rutas alternativas trazadas fuera de las carreteras principales. Afirmó que al menos dos alcaldes locales
estaban enterados, pero nunca hubo registros escritos. Dijo haber enterrado
documentos en una fosa cercana al algiibe, pero cuando los peritos excavaron, solo encontraron un
recipiente vacío. La reacción pública fue inmediata. Organizaciones civiles
exigieron la reapertura de todos los casos de desaparición infantil archivados entre 1980 y 1990.
La presión mediática hizo que la Comisión Nacional de los Derechos Humanos iniciara una investigación
paralela. En octubre, la Secretaría de Gobernación anunció la creación de un fondo para revisar 123 expedientes en
los estados de Puebla, Veracruz, Chiapas y Oaxaca.
Quetzalan mientras tanto, recuperaba lentamente su nombre entre titulares. El
caso no concluyó. Con castigos ejemplares. La mayoría de los responsables estaban muertos, enfermos o
inaccesibles. El Estado, por su parte, admitió omisiones propias de la época sin hacer
autocrítica profunda. Pero el país entero escuchó por primera vez en más de
tres décadas los nombres de aquellos niños. Y aunque el peso de la impunidad era
todavía insoportable, algo se rompió en ese octubre de 2019, el muro del olvido.
Y en su lugar comenzó a crecer una memoria tosca, herida, pero férrea,
porque el silencio por fin había empezado a hablar. El 2 de noviembre de 2019, en
coincidencia con el día de los fieles difuntos, se celebró en Cualan del Progreso una ceremonia austera, sin
estrado ni discursos oficiales. La presidía una cruz de madera tallada a mano, erigida en el punto exacto donde
emergió la defensa oxidada del autobús. En torno a ella, las familias dispusieron 15 veladoras, cada una con
una cinta roja y un nombre de pila escrito en caligrafía. replicado a partir de los cuadernos
rescatados. Sobre una mesa de piedra se colocaron pequeñas ofrendas, una regla de madera,
un trompo de cuerda, un libro de catecismo, una trenza de listones azules, un rosario roto, una lonchera de
lata abollada. Ningún discurso se pronunció ese día. Solo el silencio,
firme y sin adornos fue el lenguaje que unió a los asistentes.
Algunos familiares ya ancianos permanecieron sentados bajo los árboles sin moverse, como si el duelo hubiese
adquirido una forma mineral. Otros, en voz muy baja, rezaban el rosario con los
ojos cerrados, sin avanzar las cuentas, repitiendo siempre la misma oración. A
las 6 en punto, una campana de bronce resonó en la torre de la parroquia. Cada
repique, breve y hueco, recordaba a los niños perdidos, no como víctimas, sino
como testigos silenciosos de una época marcada por la impunidad. Ese mismo día,
la Comisión Nacional de los Derechos Humanos publicó un pronunciamiento final sobre el caso, reconociendo omisión
estructural, negligencia institucional prolongada y complicidad pasiva de
autoridades locales en el proceso de investigación. Pero no se ofrecieron nombres, tampoco
indemnizaciones. El documento hablaba de compromiso con la verdad histórica y
honra a la memoria colectiva, términos abstractos que no curaban, pero al menos
ya no negaban. Las escuelas de Cuetzalan, por primera vez en más de 30
años, guardaron un minuto de silencio oficial. En la primaria Benito Juárez, de donde
partió el autobús, los alumnos actuales que no habían nacido cuando ocurrió la tragedia decoraron la entrada con
dibujos de árboles y caminos con frases como no están solos y somos la voz de
los que no volvieron. Una niña de 11 años frente a toda su clase leyó una carta dirigida a los 15
estudiantes desaparecidos. No los conocí, pero hoy los nombro. No
sé sus caras, pero sé que estaban aquí. Hoy somos más porque volvimos a
contaros. En los medios el caso fue perdiendo protagonismo.
Un nuevo escándalo político, una tragedia reciente, una elección próxima.
El ciclo de la información avanzó. Pero en Cualan algo había cambiado.
Las familias que durante décadas habían vivido con la certeza del olvido, ahora
tenían una verdad fragmentada y dolorosa. Pero verdad al fin. Tenían
restos, nombres, pruebas. Tenían fecha, lugar y motivo. No justicia plena, pero
sí memoria. Y esa memoria, terca, persistente e insobornable era en su
forma más pura una forma de reparación. No curaba la herida, pero le daba contorno. hacía visible, porque lo más
devastador no había sido la muerte, había sido el silencio. No.