Santiago Javier Ramírez Ortega desapareció la mañana del sábado 12 de julio de 1985 en Monterrey, Nuevo León. Eran exactamente las 9:15 de la mañana cuando su madre, Rebeca Ortega, lo vio cruzar la reja metálica del antiguo estadio Cuautemoc, cargando su guante de béisbol en una bolsa plástica y con la gorra del equipo juvenil de los Pumas bien ajustada sobre la frente.
Aquel día, como cada sábado, Santi asistía a los entrenamientos semanales del equipo infantil de la Liga Municipal, donde se destacaba como extremo derecho gracias a su rapidez y reflejos. Nadie imaginó que esa caminata de apenas tres cuadras desde su casa en la colonia Altavista sería la última.
El sol ya pesaba sobre el asfalto cuando los primeros niños comenzaron a calentar sobre el campo principal. Testigos recordaron haberlo visto haciendo estiramientos junto a sus compañeros, sonriente y de buen ánimo. Uno de los entrenadores, sin embargo, notó su ausencia apenas unos minutos después, cuando el grupo fue convocado a la zona de bateo.
No hubo alarma inmediata. Era común que los niños se distrajeran brevemente en los baños o cerca del pequeño kiosco de refrescos. Pero tras 15 minutos sin señales de él, comenzaron a llamarlo por los altavoces internos del estadio. Las 10:10, tras una primera búsqueda superficial se notificó a la familia, Rebeca llegó en menos de 5 minutos agitada, con el rostro ya contraído por una intuición que la oprimía el pecho.
“Mi hijo no se va sin avisar”, repetía. Junto a los entrenadores revisaron gradas, baños, vestidores, pasillos de mantenimiento, incluso los alrededores exteriores, entre los matorrales que crecían al pie de los muros del estadio. Nada. Un policía municipal llegó poco antes del mediodía recomendando esperar 24 horas antes de levantar un acta formal.
“A esa edad suelen aparecer”, murmuró sin convicción. Para la madre, sin embargo, los minutos se volvían cuchillas. Volvió sobre sus pasos una y otra vez, interrogando a los otros niños, a los vendedores ambulantes, al hombre que vendía bolis desde una bicicleta oxidada junto a la entrada lateral. Nadie había visto nada. Nadie recordaba ningún movimiento extraño.
El rostro de Santi, con sus ojos grandes y su sonrisa algo tímida, comenzó a imprimirse en volantes improvisados esa misma tarde. Mientras la ciudad proseguía a su ritmo de sábado, los coches, los claxones, los partidos de fútbol escolar, un silencio espeso empezó a instalarse en la familia Ramírez Ortega.
Al caer la tarde, Rebeca se sentó en la cama de su hijo y rompió a llorar. El guante que ella misma había envuelto esa mañana era el único objeto que faltaba de su habitación. Durante las primeras 72 horas, la familia se aferró a cada indicio, cada posible pista que pudiera esclarecer la desaparición de Santiago. Las autoridades, sin embargo, mostraron una actitud tibia, alimentada por protocolos imprecisos y una sospecha constante hacia las familias de los desaparecidos.
A Rebeca le preguntaron si su hijo había tenido problemas, si no habría salido por voluntad propia, si estaba seguro de querer jugar al béisbol. Las preguntas eran flechas disfrazadas de procedimiento, pero ella insistía. Su hijo no tenía razones para huir y mucho menos de aquel campo que tanto amaba. En los días siguientes, brigadas voluntarias recorrieron lotes valdíos, barrancas y canales pluviales.
Se colocaron carteles en estaciones de autobús, mercados y cruces peatonales. La fotografía de Santi, tomada el año anterior con su uniforme escolar, se volvió familiar para los habitantes de Monterrey. al menos por unas semanas. La historia fue cubierta brevemente por la prensa local, pero pronto se vio desplazada por noticias de balaceras, accidentes viales y política estatal.
La ciudad olvidó, la familia no. A lo largo de los años, la casa de Rebeca acumuló expedientes, cartas, recortes de periódico, notas manuscritas con fechas, nombres y promesas vacías. Tocó puertas de organizaciones civiles, acudió a reuniones con otras madres en situación semejante. Marchó por calles y plazas con una pancarta donde las letras, “Dónde está Santi, comenzaban a desteñirse.
La búsqueda se volvió, su rutina, su propósito, su forma de resistir. El estadio también cambió. A finales de los 90, tras una breve clausura por razones estructurales, fue reabierto parcialmente para ligas menores. Algunas zonas quedaron cerradas, las gradas laterales, el antiguo cuarto de mantenimiento, la caseta de transmisiones.
Se hablaba de remodelación, pero el abandono era evidente. Los rumores comenzaron a filtrarse entre quienes aún frecuentaban el lugar, que el estadio guardaba secretos que un niño se había perdido entre sus muros y que nadie quiso mirar demasiado. Con el paso del tiempo, la versión oficial fue la de una desaparición sin resolución.
Santiago fue incorporado al Bim Losint, registro nacional de menores extraviados, pero su caso no volvió a ser reabierto. Cada aniversario era un recordatorio doloroso. Rebeca, envejecida por el duelo, encendía una vela junto a la única foto que conservaba enmarcada. Santi con su guante en la mano derecha, como si estuviera a punto de lanzarlo al cielo.
En julio de 2010, cuando se cumplían 25 años, Rebeca escribió una carta abierta publicada en un pequeño boletín comunitario. El silencio es más cruel que la muerte. Yo solo quiero saber dónde está mi hijo. Fue ignorada por los medios, pero no por todos. Un exjugador de las ligas juveniles, ahora trabajador municipal.
la leyó y comentó entre sus compañeros que aún quedaban zonas del estadio que nunca habían sido revisadas del todo. Esa conversación sería la primera piedra que, sin saberlo, empezaría a mover el tiempo. La ciudad amaneció con un calor temprano, de esos que preludian un verano anticipado. A las 7:15, cuadrillas de jardineros municipales comenzaron sus labores en la zona verde trasera del antiguo estadio Cuautemoc en Monterrey.
Tras años de abandono parcial, el recinto iba a ser remodelado para convertirse en un centro comunitario deportivo. Los trabajos incluían limpieza profunda, remoción de escombros y saneamiento de áreas no intervenidas desde hacía décadas. Nadie esperaba encontrar nada más que raíces secas, envases oxidados y trozos de concreto. Nadie hablaba ya del niño.
Nadie salvo su madre. Ese martes, Alejandro Ledesma, jardinero de oficio y extrabajador del municipio, hundía la pala entre las raíces cercanas a la barda perimetral. El suelo, húmedo y compacto, resistía cada intento de remoción. Fue allí donde golpeó algo duro, aparentemente metálico, que no sonaba como piedra ni concreto.
Lo apartó con cuidado, descubriendo una bolsa plástica parcialmente descompuesta. Dentro, un objeto inesperado, un guante de béisbol infantil, café deteriorado, pero aún reconocible, con costuras apenas desilachadas y un peso ligero como de cosa dormida durante años. se lo llevó al rostro y lo olió. Tierra, cuero viejo, algo que no supo nombrar, pero lo que lo detuvo fue lo que estaba grabado a fuego en la parte interna de la palma.
Tres letras S r o. Las vocales casi borradas, pero aún legibles. Al mostrarlo a su capataz, este enmudeció. Algo en su memoria, enterrado como aquel objeto, resurgió con fuerza. ¿No era ese el niño?”, murmuró uno que jugaba ahí y nunca volvió. La noticia subió rápido por la cadena jerárquica, del supervisor al encargado de obra, de allí al Departamento Municipal de Cultura y Deporte.
A las 10:38, agentes estatales ya acordonaban el área. El guante fue entregado al equipo forense con protocolo de preservación de evidencia. Para entonces, algunos reporteros locales, alertados por mensajes de WhatsApp comenzaban a llegar con cámaras al hombro y ojos aún incrédulos. Rebeca fue notificada poco después del mediodía.
Cuando llegó al sitio, no hizo preguntas. Caminó con lentitud, con el rostro, en sombra, y al ver el guante en la mesa de evidencias no dudó. es suyo, dijo. Lo envolví esa mañana para que no se ensuciara antes del partido. Nadie más habló, solo ella volvió a tocarlo como si acariciara la mano ausente de su hijo. El hallazgo fue la chispa.
Ese mismo día se reabrió el expediente original. Al día siguiente se solicitó a la Universidad Autónoma de Nuevo León la colaboración forense. El guante fue trasladado al laboratorio criminalístico. Allí los técnicos hallaron incrustadas en el cuero, trazas de materia biológica compatible con sudor humano. Lograron extraer ADN. La coincidencia con muestras de Rebeca Ortega arrojó un 99.8% de compatibilidad.
El guante pertenecía, sin duda alguna, a Santiago Javier Ramírez Ortega. La Fiscalía dispuso una inspección general de las estructuras adyacentes. Un topógrafo detectó una anomalía en los planos. Una cámara subterránea, algibe técnico bajo la grada norte, clausurada desde 1992. Las gradas laterales oxidadas habían sido consideradas inseguras por protección civil y nunca intervenidas.
La tapa de concreto, apenas visible entre la maleza, parecía intacta, aunque cubierta por una capa de tierra acumulada y raíces de palma enredadas. El 5 de mayo, personal forense descendió al interior del alibe. La oscuridad era total. El aire olía a óxido, humedad y encierro. Con linternas de alta potencia avanzaron entre charcos estancados y escombros corroídos.
En un rincón, entre hojas podridas y piezas metálicas encontraron restos humanos dispersos, fragmentos ocios infantiles, calcáneos y fémures de talla pequeña, un zapato azul de lona deshecho por la putrefacción y junto a todo eso una cadena dorada corroída con cinco trofeos miniatura colgantes. Esa cadena coincidía con un reporte de robo fechado el 10 de julio de 1985.
El trofeo de temporada del equipo juvenil de los Pumas se había dado por extraviado días antes de la desaparición del niño y nunca fue recuperado. Nadie había vinculado ambos hechos. Hasta ahora. El hallazgo fue comunicado públicamente el 6 de mayo. Los medios que antes habían ignorado la historia ahora transmitían en directo desde el estadio.
Columnas de opinión hablaban de negligencia institucional, de abandono del caso, de la vergüenza de una ciudad que prefirió olvidar. Mientras las excavaciones continuaban, surgieron detalles sombríos. Dos hombres que trabajaron en mantenimiento en 1985 fueron localizados e interrogados. Uno ya había fallecido. El otro, al ser confrontado con los planos del estadio, aseguró no recordar ningún algive en esa ubicación.
No bajábamos ahí”, dijo olía encierro a silencio viejo. Esa frase quedó registrada en el expediente. No estaba en ningún plano, pero los investigadores no la olvidaron. Ninguno de los dos fue formalmente imputado, pero uno de los nombres resurgió con fuerza en los archivos. Óscar Darío Castañeda, utillero del equipo juvenil entre 1982 y 1985.
Castañeda había fallecido en 2003 de cirrosis hepática tras inabentes años de reclusión informal en un centro para adultos con historial de trastornos mentales. Varios testimonios rescatados lo describían como extraño, obsesivo con los trofeos y muy amable con los niños. Demasiado amable. Un informe interno de 1984 señalaba su despido inminente por conducta impropia, aunque el Ino Archivo fue cerrado sin seguimiento.
Tras la desaparición de Santiago, abandonó la ciudad sin dejar rastro. Los nuevos investigadores reconstruyeron su itinerario con dificultad. Documentos médicos indicaban que había sido internado en un centro psiquiátrico de Saltillo en 1990. falleció sin familiares ni sepultura oficial, nunca fue interrogado, nunca fue vinculado con ningún delito.
Hasta ahora las pruebas forenses halladas en el alibe, incluyendo rastros de piel bajo una uña infantil, fueron comparadas con fragmentos biológicos aún conservados de castañeda gracias a una exumación parcial realizada en junio y revelaron coincidencias parciales en las fibras de cabello halladas en la cadena con los restos óseos ya identificados mediante ADN como pertenecientes a Santiago.
El caso fue oficialmente cerrado en julio de 2011. Las autoridades informaron a la familia y ofrecieron una disculpa institucional que nunca llegó a ser pública. Rebeca no pidió nada, solo quiso velar los huesos de su hijo en silencio. El guante fue devuelto a ella en una urna transparente. Desde entonces permanece sobre una repisa bajo una luz suave junto a una pequeña cruz de madera con las iniciales s talladas a mano.
Ese fragmento de cuero callado durante 26 años había dicho más que 1000 palabras. Las primeras semanas tras la identificación oficial de los restos de Santiago transcurrieron entre nuevas búsquedas, declaraciones postergadas y el peso ineludible de una verdad que nadie quería mirar de frente. El niño nunca se fue, siempre estuvo allí, en el mismo estadio, bajo las mismas gradas, donde durante años cientos de niños continuaron entrenando, riendo, cayendo sobre el mismo césped que a pocos metros ocultaba un cuerpo infantil cubierto de
óxido y olvido. La reactivación formal del caso atrajo a un equipo forense ampliado, incluyendo antropólogos, genetistas y criminólogos de la Ciudad de México. La prensa presionaba. Los noticieros abrían cada edición con el caso y en las redes sociales se multiplicaban los mensajes con la etiqueta.
Derri Santi siempre estuvo ahí. A Rebeca, sin embargo, no le interesaban las tendencias. En su casa, en su silencio, vivía el duelo de una madre que ya no esperaba justicia, sino algo más elemental, ¿verdad? El algiibe fue desmantelado capa por capa. El equipo utilizó georradares y espectrometría de masas para analizar la composición del suelo.
Se encontraron rastros de hemoglobina degradada, indicios de un posible foco de sangre infantil, así como fibras de poliéster similares a las de los uniformes escolares usados en Monterrey en 1985. Junto a un tubo oxidado, hallaron una evilla con forma de pelota de béisbol, muy pequeña, apenas reconocible, pero idéntica a la que Rebeca recordaba haber cocido a la mochila de su hijo.
Mientras tanto, la historia de Óscar Darío Castañeda comenzó a cobrar una forma más precisa. Archivos del Instituto Municipal del Deporte, tras una solicitud formal de la Fiscalía, revelaron un expediente olvidado. En él figuraban tres advertencias internas, una por extrav, otra por comportamientos inapropiados con menores y una más, la más grave, por agresión verbal a un niño de otro equipo durante un entrenamiento.
Ninguna de las tres generó acciones disciplinarias reales. en su lugar. Castañeda fue invitado a retirarse en agosto de 1985. Una mujer de entonces 22 años, empleada de limpieza, accedió a declarar. Recordaba haberlo visto cerca de las gradas clausuradas en más de una ocasión, incluso en horarios en los que no había partidos. se movía como si viviera allí dentro, dijo.
Otro exentrenador recordó que días después de la desaparición de Santiago, Castañeda apareció con la cabeza rapada y una excusa vaga sobre liberarse del calor. La cadena de trofeos recuperada en el algibe fue analizada en el laboratorio metalúrgico de la WANL. Contenía fragmentos microscópicos de lo que parecía ser piel humana. adherida por oxidación al borde inferior de una de las copitas.
Aunque el paso del tiempo dificultaba la interpretación forense, los análisis más avanzados revelaron que el material no podía pertenecer a un adulto. Al profundizar en su vida posterior, se descubrió que Castañeda fue admitido en 1990 en una clínica psiquiátrica de Saltillo. Según informes médicos, sufría episodios de disociación, compulsiones rituales y delirios paranoides.
Allí murió en 2003 sin haber mencionado jamás el nombre de Santiago, pero en su habitación se hallaron dibujos repetitivos de trofeos, niños con gorras de béisbol y pasillos subterráneos. Imágenes que en retrospectiva parecían un eco inconsciente de lo que había ocurrido. El equipo forense presentó un informe reconstruido de los hechos más probables.
Santiago fue abordado al margen del entrenamiento, quizá cuando se dirigía al baño o tras ser distraído con alguna excusa. Un golpe contundente en la nuca provocó un traumatismo cráneoencefálico severo. El niño murió sin haber gritado. Según los restos óse no hubo fracturas defensivas, lo cual apoyaba esta teoría. El cuerpo fue ocultado esa misma mañana.
Las pisadas en el borde del algiibe, aún levemente visibles bajo capas de moo endurecido, indicaban una manipulación rápida y solitaria. Una investigación interna reveló que el estadio había sido inspeccionado superficialmente tras la desaparición, pero nunca se consideró explorar el subsuelo. En 1994, un ingeniero estructural detectó la existencia del algibe y lo incluyó en su informe como cámara sellada sin acceso conocido.
El presupuesto de mantenimiento fue reducido ese año y las prioridades cambiaron. El informe fue archivado. Las autoridades frente a la presión social ofrecieron una rueda de prensa el 19 de julio. Admitieron graves omisiones en la investigación original, la inexistencia de seguimiento a los trabajadores del estadio y la ausencia de inspecciones estructurales adecuadas en los años posteriores.
Prometieron protocolos nuevos para casos de menores desaparecidos. Rebeca no asistió. Ni siquiera vio la transmisión. Esa mañana se sentó en el porche de su casa, encendió una vela y sostuvo el guante de su hijo entre las manos como si el tiempo pudiera doblarse y él fuera a entrar en cualquier momento. El 21 de julio el caso fue oficialmente cerrado.
El Ministerio Público determinó que, si bien no podía formular cargos por el fallecimiento de Castañeda, todos los elementos materiales, testimoniales y forenses apuntaban a él como único responsable. “La cadena de evidencias permite concluir su vinculación con el hecho,” decía el acta. Pero Rebeca no pidió justicia, solo pidió que lo dejaran en paz.
Ya no quiero juicio, quiero silencio. Algunas semanas después, Rebeca organizó un velorio íntimo. No fue en una funeraria ni en una iglesia. Fue en su casa con las persianas a medio cerrar, una vela blanca en el centro de la mesa y el oo guante transparente en una urna acrílica. Tres vecinos, dos antiguos amigos de la infancia de Santiago y un sacerdote que se negó a pronunciar un sermón.
Dios ya escuchó todo, dijo él. Ahora solo queda acompañar. La historia dejó cicatrices en toda una generación. Los niños que entrenaban con Santiago en 1985 eran ahora hombres de 36 37 años. Algunos acudieron al nuevo memorial que el municipio improvisó al pie del estadio, donde una placa sin pretensiones decía a Santiago Javier Ramírez Ortega, 1974.
1985, aquí jugaste, aquí estás. Uno de esos hombres, el antiguo pitcher del equipo, dejó un bate en miniatura con su nombre tallado. Nadie lo tocó. Siguió allí durante semanas, bajo el sol, bajo la lluvia. Un periodista publicó entonces una crónica extensa en el diario El Norte titulada Santi nunca salió del estadio.
En ella reconstruía no solo los hechos, sino los silencios. Hablaba de pasillos olvidados, de burocracias que aplastan el alma, de la absurda espera de una madre y del olor a tierra húmeda como única verdad final. El último párrafo decía, “Durante Ninon 26 años, los juegos siguieron, los niños crecieron, los trofeos brillaron sobre una tumba sellada con indiferencia.
El estadio fue rebautizado ese mismo año como Parque Deportivo Infantil Santiago Ramírez Ortega. se inauguró con un torneo entre ligas escolares. Antes del primer partido, un minuto de silencio fue pedido, pero en lugar de guardar silencio absoluto, el público espontáneamente comenzó a aplaudir lento al principio, luego con fuerza. Era su manera de decirle adiós.
Una escuela local propuso instaurar El Día del Juego Silencioso, un evento anual donde los niños juegan sin público, sin gritos, sin aplausos. en memoria de los que faltan. La iniciativa fue aprobada por el municipio y recibió el respaldo de diversas organizaciones civiles. La primera edición se realizó el 12 de julio de 2012.
Aquella mañana, Rebeca acudió por primera vez a las nuevas instalaciones. No habló con nadie, caminó despacio hasta el campo, se sentó en una banca lejana y observó a los niños correr. Llevaba consigo el guante que sostuvo sobre su regazo durante todo el partido. Cuando terminó, se levantó, lo besó con dulzura y lo devolvió a su urna.
Luego desapareció entre la multitud. Desde entonces, cada año, alguien deja una flor blanca en ese mismo banco. Nadie sabe quién, pero todos entienden por qué. En 2013, una maestra de primaria llevó a su clase completa. Les contó la historia de Santiago como quien transmite una leyenda verdadera. les dijo, “Aquí no jugamos por ganar, jugamos por recordar a alguien que ya no puede hacerlo.
” Uno de los niños, al final del día escribió en su cuaderno, “Hoy corrí por él”. Aquella frase fue luego tallada en una piedra junto al banco sin firma, sin fecha. La Universidad Autónoma de Nuevo León incluyó el caso en un seminario sobre memoria social y reparación simbólica. Una tesis entera fue dedicada al análisis de los informes forenses.
La conclusión fue devastadora. Si al menos uno de los avisos de comportamiento anómalo se hubiera atendido a tiempo, Santiago habría vivido. En 2015, durante una limpieza rutinaria en los archivos del municipio, un funcionario encontró una carpeta marcada SR85. Dentro una hoja doblada. El utilero duerme bajo las gradas. Fechada el 14 de julio de 1985.
Nadie supo cómo se había perdido. El Ayuntamiento publicó entonces una disculpa formal en su web. Santiago, lo sentimos. Rebeca, te fallamos. Fue un acto tardío, pero no vacío. Rebeca nunca comentó esa disculpa. Solo pidió a su nieta que la imprimiera. La enmarcó. Su nieta, que jamás conoció a su tío Santiago, lidera hoy una fundación para niños desaparecidos.
La llamó guante café. Cada expediente lleva un sello. S o El guante sigue sobre el estante de Rebeca bajo una luz cálida. Y cuando el silencio de la casa es absoluto, ella le habla no en voz alta, desde el alma. Le dice que lo extraña, que el campo ha cambiado, que ya nadie corre como él y que aún escucha el eco de sus pasos sobre la tierra. Aquel verano terminó.
con una sensación ambigua, la de un cierre incompleto. El caso de Santiago Javier Ramírez Ortega estaba a ojos del estado resuelto. Los documentos forenses, los hallazgos arqueológicos, los análisis genéticos y las pruebas circunstanciales delineaban un relato sólido, aunque sin juicio, sin confesión, sin castigo.
para su madre, para los suyos y para todos los que alguna vez habían corrido por ese campo, lo que importaba no era el cierre legal, sino el reconocimiento de una verdad más profunda que durante 26 años nadie escuchó. Rebeca no volvió a pronunciar discursos ni a participar en actos públicos.
No quiso entrevistas, ni placas con su nombre, ni palabras reconfortantes que llegaban demasiado tarde. Se dedicó a cuidar su jardín, a hablar en voz baja con las plantas, a escribir cartas que no enviaba y a ordenar la habitación de Santiago, como si él fuera a regresar cualquier tarde con la gorra ladeada y el guante colgando de una mano.
En una de esas cartas que fue hallada tras su muerte en 2018, escribió, “No quiero que lo recuerden por cómo murió, sino por cómo vivía. Jugaba limpio, reía con los ojos y nunca se iba sin despedirse. Era una oración sencilla, pero contenía todo el peso del amor persistente, de la memoria que no se rinde, del silencio que se convierte en ofrenda.
El banco donde se sentó por última vez aún permanece junto al campo. Cada 12 de julio, como si fuera un ritual que nadie organiza pero todos conocen, alguien coloca una flor blanca, nadie firma, nadie pregunta, solo se deja el gesto como un símbolo de lo que nunca debió pasar. Y así, en medio del bullicio cotidiano de una ciudad que sigue creciendo entre semáforos, gritos y partidos nuevos, hay un rincón donde el tiempo se detuvo, donde el eco de unos pasos pequeños sigue resonando, suave pero imborrable.
Oh.
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