El calor de junio golpeaba sin piedad las calles polvorientas de Zacatecas, cuando Nayara Rodríguez empacó su pequeña mochila con la emoción típica de una niña de 12 años que se prepara para su primera experiencia en un campamento de verano.
Sus padres, María Elena y Roberto, habían trabajado meses extra en la mina de plata cercana para poder pagar los 1500 pesos que costaba el campamento Aventura Cerro de la bufa, un programa recreativo que prometía dos semanas de actividades al aire libre para niños de familias trabajadoras. Mija, no olvides tu suéter para las noches frías”, le recordó su madre mientras revisaba por tercera vez el contenido de la mochila.
Nayara asintió distraídamente, sus ojos brillando con anticipación. Era 1998 y este tipo de oportunidades eran raras para las familias mineras de la zona. El campamento dirigido por un hombre llamado Aurelio Mendoza, que decía ser educador físico titulado, había llegado a la comunidad con folletos coloridos y promesas de formar líderes del mañana.
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22 niños subieron con sus mochilas y la supervisión de tres adultos. Aurelio Mendoza, una mujer presentada como la maestra Silvia y un joven de unos 20 años conocido simplemente como el Checo. Los padres se despidieron en la plaza central, algunos con lágrimas en los ojos al ver partir a sus hijos por primera vez lejos de casa. Nayara se sentó junto a la ventana, observando como los edificios coloniales de Zacatecas se desvanecían en la distancia.
El destino era una propiedad rural en las afueras de Jerez, a unos 40 km de la capital del estado. Durante el trayecto, los niños cantaron canciones populares y Aurelio les contó historias sobre la vida en el campo, su voz grave y aparentemente confiable resonando por todo el autobús.
La propiedad resultó ser más modesta de lo prometido en los folletos. Una casa grande de adobe con varias habitaciones, un patio central rodeado de árboles frutales y una cerca de alambre de púas que, según explicó Aurelio, era para mantener alejados a los animales salvajes. Los dormitorios estaban divididos por sexo.
Las niñas en el ala este de la casa, los niños en el oeste. Nayara compartía habitación con otras cinco niñas. Todas de entre 10 y 13 años. Los primeros días transcurrieron con relativa normalidad. Despertaban al amanecer con un silvato estridente, desayunaban avena aguada y frijoles refritos y participaban en actividades que incluían caminatas por el cerro, ejercicios físicos y lo que Aurelio llamaba talleres de liderazgo.

Sin embargo, Nayara comenzó a notar cosas extrañas. Los adultos supervisores nunca los dejaban solos, ni siquiera para ir al baño. Las comidas eran escasas y de mala calidad, y por las noches escuchaba conversaciones en voz baja entre los adultos que no lograba descifrar completamente.
La primera señal de alarma real llegó el cuarto día. Durante el desayuno, Aurelio anunció nuevas reglas especiales para el campamento. Los niños no podrían escribir cartas a sus familias hasta la segunda semana. No se permitían conversaciones sobre la vida en casa y cualquiera que desobedeciera estas reglas tendría que pasar la noche completa en el cuarto de reflexión, una habitación pequeña y sin ventanas en la parte trasera de la propiedad.
Carlos Medina, un niño de 11 años de constitución robusta, fue el primero en cuestionar estas reglas. Mi mamá me dijo que le escribiera todos los días. protestó durante el almuerzo. Esa misma noche, Carlos desapareció de su dormitorio. Aurelio explicó a los demás niños que Carlos había sido enviado de regreso a casa por comportamiento inadecuado, pero Nayara no recordaba haber visto ningún vehículo salir de la propiedad. La rutina del campamento se volvió cada vez más extraña y opresiva.
Los talleres de liderazgo consistían en ejercicios de obediencia ciega. donde los niños debían seguir órdenes sin cuestionarlas, por absurdas que fueran. Les decían que saltaran en un pie durante media hora bajo el sol ardiente, que permanecieran en silencio absoluto durante horas, que comieran su comida con las manos atadas.

Cuando algún niño lloraba o protestaba, era llevado inmediatamente al cuarto de reflexión y no regresaba al grupo general. Nayara, que desde pequeña había demostrado ser observadora y precavida, comenzó a llevar un registro mental de todo lo que veía.
Notó que la cerca de alambre de púas no solo rodeaba la propiedad para mantener alejados a los animales, sino que también tenía candados en los portones principales. Observó que los adultos llevaban walkie y parecían reportar constantemente a alguien fuera de la propiedad. Y lo más perturbador, descubrió que en la parte trasera de la casa había más habitaciones de las que originalmente les habían mostrado. Habitaciones con las ventanas tapadas con tablas de madera.
Durante la noche del séptimo día, Nayara despertó con sed y se dirigió silenciosamente hacia la cocina. En el pasillo escuchó voces provenientes del cuarto que Aurelio usaba como oficina. La puerta estaba ligeramente entreabierta y pudo distinguir la conversación. Aurelio hablaba por teléfono con alguien. Tenemos 17 listos para el transporte.
Los más pequeños van para Guadalajara, los otros para la frontera. El contacto en Tijuana dice que tiene compradores esperando. El corazón de Nayara se detuvo. Aunque era joven, entendió inmediatamente que estaba en peligro mortal. se deslizó de regreso a su dormitorio y permaneció despierta el resto de la noche, planificando desesperadamente una forma de escapar.
Sabía que sus compañeras estaban en grave peligro, pero también entendía que no podría salvarlas a todas por sí sola. Su única esperanza era llegar a las autoridades y traer ayuda. Al día siguiente, durante una actividad de exploración del terreno, Nayara fingió un dolor de estómago severo.

Mientras los demás niños continuaban con los ejercicios bajo la supervisión de El Checo, la maestra Silvia la llevó de regreso a la casa. Laara aprovechó un momento en que Silvia fue al baño para estudiar más detalladamente la disposición de la propiedad. confirmó que había al menos tres salidas posibles. El portón principal que estaba siempre con candado, una brecha en la cerca trasera que parecía haber sido reparada recientemente y una ventana alta en el cuarto de almacenamiento que daba hacia el exterior.
Durante la cena, Nayara observó cuidadosamente los movimientos de los adultos. Aurelio siempre hacía una ronda final a las 11 de la noche, revisando que todos los niños estuvieran en sus dormitorios. La maestra Silvia se quedaba en la cocina hasta medianoche aproximadamente, preparando el desayuno del día siguiente. El checo dormía en una habitación cerca del portón principal, pero había notado que durante las noches anteriores salía frecuentemente a fumar al patio, dejando su puesto desatendido por periodos de 10 a 15 minutos. La oportunidad llegó la noche del octavo día. Nayara había
logrado aflojar discretamente los tornillos de la ventana del cuarto de almacenamiento durante los días anteriores usando una cuchara que había tomado del comedor. Esperó hasta escuchar los pasos de Aurelio completando su ronda nocturna. Luego se deslizó silenciosamente fuera de su dormitorio.
El cuarto de almacenamiento estaba ubicado al final de un pasillo lateral, lejos de las habitaciones principales de los adultos. Con el corazón latiendo violentamente, Nayara abrió cuidadosamente la ventana que había preparado. Era estrecha, pero su cuerpo delgado logró pasar a través de ella.

cayó suavemente sobre la tierra húmeda del exterior y se orientó rápidamente. La luna estaba en cuarto creciente, proporcionando suficiente luz para navegar, pero no tanta como para ser fácilmente detectada. Conocía la dirección general hacia Zacatecas gracias a las conversaciones que había escuchado entre los adultos.
comenzó a correr por el terreno irregular, manteniéndose alejada del camino principal, donde podrían buscarla fácilmente. El terreno era rocoso y estaba cubierto de matorrales espinos que le cortaban las piernas, pero el miedo le daba fuerzas para continuar. Después de correr durante lo que le pareció una eternidad, Nayara llegó a una carretera secundaria.
A lo lejos vio las luces de un vehículo aproximándose y por un momento consideró esconderse temiendo que pudiera ser Aurelio o sus cómplices buscándola. Pero cuando el vehículo se acercó más, reconoció que era un camión de carga con las características luces amarillas de los transportes comerciales.
Desesperada, saltó al centro del camino agitando los brazos. El conductor, un hombre mayor llamado don Esteban, que transportaba productos agrícolas desde Jerez hacia Zacatecas, se detuvo alarmado al ver a la niña sucia y claramente en estado de pánico en medio de la carretera. “¿Qué haces aquí, niña? ¿Dónde están tus padres?”, preguntó mientras bajaba de la cabina del camión.
Nayara, entre soyosos, le explicó rápidamente que había escapado de un campamento donde tenían secuestrados a otros niños. Don Esteban, padre de cuatro hijos, no dudó ni un segundo, subió a Nayara a la cabina de su camión y se dirigió directamente a la comandancia de policía de Zacatecas. Durante el trayecto, Nayara le proporcionó todos los detalles que recordaba.

la ubicación aproximada de la propiedad, los nombres de los adultos responsables, el número de niños que permanecían cautivos y especialmente la conversación telefónica que había escuchado sobre el tráfico de menores. Llegaron a la comandancia a las 4 de la madrugada. El comandante de turno, inicialmente escéptico ante lo que parecía ser la historia fantástica de una niña asustada, cambió completamente de actitud cuando Nayara comenzó a proporcionar detalles específicos que solo alguien que hubiera estado realmente en esa situación podría conocer. describió con precisión la
disposición de la propiedad, los nombres completos de los adultos e incluso detalles sobre conversaciones específicas que había escuchado. El operativo de rescate se organizó inmediatamente. Un equipo conjunto de la policía estatal y federal se dirigió hacia las coordenadas que Nayara había ayudado a ubicar en un mapa topográfico.
Llegaron a la propiedad justo cuando el sol comenzaba a salir, rodeando completamente el terreno para evitar que los responsables escaparan. Lo que encontraron confirmó y superó los peores temores basados en el testimonio de Nayara. 16 niños permanecían cautivos en la propiedad, algunos en las habitaciones traseras que habían sido acondicionadas como celdas improvisadas.
Los menores mostraban signos evidentes de desnutrición, abuso psicológico y varios habían sido drogados para mantenerlos dóciles. Aurelio Mendoza fue arrestado junto con la maestra Silvia y el Checo, quienes intentaron huir por la cerca trasera, pero fueron interceptados por los agentes que habían rodeado la propiedad.
Durante la investigación posterior, las autoridades descubrieron que la red era mucho más extensa de lo que inicialmente habían imaginado. Aurelio Mendoza no era educador físico titulado como había afirmado, sino que tenía antecedentes por fraude y había estado involucrado en actividades delictivas en otros estados.


La supuesta maestra Silvia resultó ser Silvia Venegas, una mujer con orden de apreensón por secuestro en Jalisco. El checo era menor de edad y había sido reclutado por la organización criminal después de huir de un hogar disfuncional en Aguascalientes. Los registros telefónicos y documentos encontrados en la propiedad revelaron conexiones con redes de trata de personas que operaban entre México y Estados Unidos.
Los niños iban a ser separados según sus características físicas y edades. Los más pequeños serían vendidos a parejas que buscaban adopciones ilegales, mientras que los adolescentes serían introducidos en redes de explotación laboral y sexual en ciudades fronterizas. El caso conmocionó no solo a Zacatecas, sino a todo México.
Los medios de comunicación nacionales cubrieron extensivamente la historia, centrándose en el valor extraordinario de Nayara para escapar y alertar a las autoridades. Su testimonio detallado y preciso fue crucial no solo para el rescate inmediato de sus compañeros, sino para desmantelar una red criminal que había operado durante años bajo la fachada de programas recreativos para niños de familias trabajadoras.
Durante el proceso judicial que siguió, Nayara tuvo que testificar en múltiples ocasiones. A pesar de su juventud, su capacidad para recordar detalles específicos y mantener la coherencia en su relato impresionó tanto a los abogados como a los jueces. Su testimonio fue fundamental para que Aurelio Mendoza recibiera una sentencia de 30 años de prisión por secuestro agravado.

Trata de personas y asociación delictuosa. Silvia Venegas recibió 25 años, mientras que el checo, debido a su condición de menor de edad, fue enviado a un centro de rehabilitación juvenil. Los otros niños rescatados fueron sometidos a evaluaciones médicas y psicológicas exhaustivas. Varios requerían tratamiento médico inmediato debido a la desnutrición y los malos tratos recibidos.
Todos necesitaban apoyo psicológico para superar el trauma de la experiencia. Las familias, devastadas por lo que sus hijos habían sufrido, también recibieron asistencia profesional para ayudar en el proceso de recuperación. El impacto del caso trascendió lo inmediato. Las autoridades educativas de Zacatecas implementaron protocolos más estrictos para la verificación de antecedentes de personas que organizaran actividades con menores.
Se estableció un registro estatal de organizaciones autorizadas para trabajar con niños y se crearon mecanismos de supervisión más rigurosos para campamentos y programas recreativos. La comunidad minera donde vivía Nayara se unió para apoyar a las familias afectadas.
Se organizaron colectas para cubrir los gastos médicos y psicológicos de los niños rescatados. La empresa minera, donde trabajaban los padres de varios de los menores, estableció un fondo de apoyo permanente para situaciones de emergencia familiar. Nayara, ahora convertida en heroína local, enfrentó el desafío de procesar su propia experiencia traumática mientras lidiar con la atención mediática.
Sus padres tomaron la decisión de mantenerla alejada de las entrevistas después de las primeras semanas, priorizando su bienestar psicológico sobre la demanda pública de conocer más detalles de la historia. Con el apoyo de psicólogos especializados en trauma infantil, Nayara logró gradualmente superar las secuelas de la experiencia.

regresó a la escuela después de las vacaciones de verano, encontrando en el apoyo de sus compañeros y maestros un factor crucial para su recuperación. Sus calificaciones, que siempre habían sido buenas, mejoraron notablemente después del incidente, como si la experiencia hubiera reforzado su determinación y madurez.
Los años siguientes trajeron tanto desafíos como reconocimientos para Nayara. En 2001, cuando cumplió 15 años, recibió un reconocimiento nacional por valor civil otorgado por la Secretaría de Seguridad Pública. En la ceremonia realizada en la Ciudad de México, Nayara habló públicamente por primera vez desde el juicio sobre la importancia de que los niños confiaran en sus instintos y buscaran ayuda cuando se sintieran en peligro.
Lo que viví fue horrible”, dijo ante las cámaras de televisión nacional. Pero si mi experiencia puede ayudar a que otros niños se salven, entonces valió la pena pasar por ello. Los adultos no siempre son lo que parecen y está bien desconfiar cuando algo no se siente correcto. Su mensaje resonó profundamente en la sociedad mexicana, contribuyendo a cambios importantes en la forma en que se abordaba la protección infantil.
Escuelas de todo el país comenzaron a implementar programas educativos sobre seguridad personal, enseñando a los niños a reconocer situaciones de riesgo y a buscar ayuda de manera efectiva. Para 2005, cuando Nayara terminó la preparatoria, había decidido estudiar trabajo social con especialización en protección infantil.

Su experiencia personal, lejos de traumatizarla permanentemente, se había convertido en una fuente de propósito y determinación. ingresó a la Universidad Autónoma de Zacatecas con una beca de excelencia académica y el respaldo de organizaciones civiles dedicadas a la protección de menores. Durante sus años universitarios, Nayara se involucró activamente en programas de prevención del delito y protección infantil.
Participó en la creación de protocolos de seguridad para actividades recreativas con menores y colaboró con autoridades estatales en la capacitación de personal que trabajaba con niños. Su perspectiva única, combinando la experiencia directa de la víctima con el conocimiento académico, resultó invaluable para mejorar los sistemas de protección.
El caso del campamento Aventura Cerro de la bufa se convirtió en estudio obligatorio en las carreras de trabajo social, criminología y derecho penal en universidades mexicanas. La valentía de Nayara y la efectividad de su testimonio establecieron precedentes importantes, tanto en procedimientos policiales como en procesos judiciales relacionados con delitos contra menores.
En 2010, 12 años después de los eventos, Nayara ya trabajaba como coordinadora regional de un programa nacional de prevención de la trata de personas. Su oficina en Zacatecas se había convertido en un centro de referencia para casos similares en todo el norte del país. Había ayudado a desarrollar una red de comunicación entre organizaciones civiles, autoridades y comunidades, que había resultado en la prevención de múltiples casos de secuestro y trata de menores.

Ese año, durante una conferencia nacional sobre protección infantil, Nayara se reencontró con varios de sus compañeros del campamento. Muchos de ellos también habían canalizado su experiencia traumática hacia carreras orientadas al servicio público y la protección de otros. Carlos Medina, quien había sido el primero en desaparecer del grupo principal, se había convertido en agente de la policía federal especializado en delitos contra menores.
María Fernanda Aguilar, una de las niñas que había compartido dormitorio con Nayara, trabajaba como psicóloga infantil en Guadalajara. El reencuentro fue emotivo y revelador. Los sobrevivientes del campamento habían formado una hermandad invisible, unidos por la experiencia compartida, pero también por el propósito común de evitar que otros niños pasaran por situaciones similares.
decidieron formalizar su colaboración creando la Fundación Campamento Seguro, una organización dedicada específicamente a la certificación y supervisión de programas recreativos para menores. La fundación con Nayara como presidenta desarrolló un sistema de acreditación que se volvió estándar en todo México.
Cualquier organización que quisiera operar campamentos o programas similares debía pasar por un proceso riguroso de verificación que incluía revisión de antecedentes, inspección de instalaciones, capacitación de personal y supervisión continua. El sistema había prevenido múltiples intentos de organizaciones criminales de usar programas recreativos como fachada para actividades ilícitas.
Para 2015, Nayara se había casado con un colega del trabajo social llamado Miguel Hernández, quien había conocido su historia antes de conocerla personalmente y admiraba profundamente su dedicación a la protección infantil. Juntos habían establecido un hogar en Zacatecas cerca de sus familias originales, pero su trabajo los llevaba frecuentemente a viajar por todo el país.

Cuando nacieron sus propios hijos, gemelos llamados Roberto y Elena en honor a sus abuelos, Nayara enfrentó el desafío personal de criar niños en un mundo que ella conocía podía ser peligroso. Sin embargo, lejos de convertirse en una madre sobreprotectora, utilizó su experiencia para enseñar a sus hijos sobre seguridad personal de manera equilibrada, empoderándolos sin asustarlos.
En 2018, 20 años después del campamento, Snayara fue invitada a dar una conferencia magistral en el foro internacional sobre trata de personas organizado por las Naciones Unidas. Su presentación titulada De víctima a defensora, transformando el trauma en protección social, fue considerada una de las más impactantes del evento. Representantes de más de 50 países solicitaron información sobre los protocolos y sistemas desarrollados en México basados en su experiencia.
La historia de Nayara había trascendido las fronteras nacionales, convirtiéndose en un caso de estudio internacional sobre resiliencia, efectividad del testimonio infantil y transformación de experiencias traumáticas en herramientas de protección social. Universidades de Estados Unidos, España y varios países latinoamericanos incluían su caso en sus programas de estudio sobre victimología y protección infantil.
Durante esa misma época, los medios de comunicación comenzaron a producir documentales y reportajes especiales sobre el caso. Nayara, ahora con 32 años, accedió a participar en algunos de estos proyectos con la condición de que se enfocaran en las lecciones aprendidas y las mejoras implementadas en los sistemas de protección radionalistas de la historia.

Uno de estos documentales, producido por una cadena nacional de televisión incluía entrevistas con varios de los agentes que habían participado en el operativo de rescate original. El comandante que había estado de turno la noche que Nayara llegó a la comandancia ya retirado. Recordaba vívidamente el impacto que había tenido su testimonio.
En 30 años de servicio policial, nunca había visto a alguien tan joven mantener tal claridad y determinación después de una experiencia tan traumática. Su valor salvó no solo a sus compañeros, sino probablemente a cientos de otros niños que podrían haber sido víctimas de esa red criminal. El documental también revelaba detalles que no habían sido públicos anteriormente.
La investigación posterior al rescate había descubierto que la organización criminal había operado campamentos similares en al menos cuatro estados diferentes durante varios años. Se estimaba que más de 100 menores habían sido víctimas de la red antes de que fuera desmantelada gracias al escape de Nayara.
Muchos de estos casos nunca fueron reportados porque las familias al no recibir noticias de sus hijos después de enviarlos a los campamentos, asumían que habían huido o se habían perdido. Para 2020, en plena pandemia mundial, Nayara adaptó sus programas de protección infantil al entorno digital, reconociendo que los riesgos para los menores habían evolucionado hacia plataformas online.
Desarrolló protocolos de seguridad digital que fueron adoptados por escuelas y organizaciones juveniles en todo México. su capacidad para anticipar y adaptarse a nuevos tipos de amenazas se había convertido en una de sus características más valoradas. Durante este periodo también comenzó a escribir un libro sobre su experiencia y las lecciones aprendidas durante más de dos décadas de trabajo en protección infantil.

El libro titulado El valor de confiar, una guía para proteger a nuestros niños, se publicó en 2021 y se convirtió inmediatamente en un bestseller nacional. Los ingresos del libro fueron donados íntegramente a la fundación Campamento Seguro para expandir sus programas de prevención. El libro incluía no solo su experiencia personal, sino también análisis detallados de casos similares que había manejado durante su carrera, siempre manteniendo la confidencialidad de las víctimas, pero extrayendo lecciones valiosas para padres, educadores y autoridades. Uno de los
capítulos más impactantes analizaba cómo las redes criminales habían evolucionado sus métodos de reclutamiento, adaptándose a los cambios sociales y tecnológicos para seguir explotando la vulnerabilidad de los menores. En 2022, cuando se cumplieron 24 años del caso, Nayara decidió regresar por primera vez a la propiedad donde había estado el campamento.
La propiedad había sido confiscada por el gobierno y posteriormente donada a una organización benéfica que la había convertido en un centro de rehabilitación para jóvenes en situación de vulnerabilidad. La visita, acompañada por un equipo de psicólogos y varios de sus compañeros sobrevivientes tenía un propósito terapéutico, pero también simbólico.

De pie en el mismo patio donde había planificado su escape décadas atrás, Nayara reflexionó sobre el círculo completo que había trazado su vida. El lugar que una vez representó terror y peligro, ahora servía como espacio de sanación y oportunidades para otros jóvenes.
Es importante regresar a los lugares que nos marcaron”, declaró a los medios presentes. No para revivir el dolor, sino para confirmar que hemos transformado esa experiencia en algo positivo para otros. La ceremonia incluyó la instalación de una placa conmemorativa dedicada no solo a los sobrevivientes del campamento, sino a todas las víctimas de trata de personas en México.
La placa llevaba una frase escrita por la propia Nayara: “El valor no es la ausencia de miedo, sino la decisión de actuar a pesar del miedo para proteger a otros.” Hoy Nayara Rodríguez continúa su trabajo incansable en la protección de menores desde su posición como directora nacional de prevención de la trata de personas.
Sus hijos, ahora adolescentes, han crecido entendiendo la importancia del trabajo de su madre y han expresado interés en continuar de alguna manera el legado familiar de servicio público. Roberto quiere estudiar derecho con especialización en derechos humanos. Mientras Elena se inclina hacia la psicología forense, la historia que comenzó con el escape nocturno de una niña de 12 años en las Áridas Tierras de Zacatecas se ha convertido en una de las narrativas más poderosas sobre resiliencia y transformación social en la México contemporáneo.
El caso no solo salvó a 16 niños en ese momento específico, sino que ha contribuido a la protección de miles de menores a través de los sistemas, protocolos y programas desarrollados a partir de esa experiencia. Nayara frecuentemente dice en sus conferencias que su mayor logro no es haber escapado del campamento, sino haber logrado que esa experiencia terrible se convirtiera en una herramienta para prevenir que otros niños pasaran por situaciones similares.
Su valor de una noche de junio en 1998 sigue resonando décadas después, recordándonos que a veces los actos más heroicos provienen de las personas más jóvenes y que el trauma, cuando se procesa adecuadamente puede convertirse en la más poderosa herramienta de protección social.