El sol del mediodía caía implacable sobre la carretera que serpentea entre las montañas de la Sierra Nevada, esa ruta que conecta Santa Marta con los pueblos del interior magdalense era el 15 de marzo de 2018 y el bus de la empresa Transportes Magdalena llevaba 23 pasajeros hacia sus destinos cotidianos.
Campesinos que regresaban a sus fincas, comerciantes con mercancía, estudiantes universitarios que visitaban a sus familias. Entre ellos viajaba Martiña Rodríguez, una joven de 22 años, estudiante de enfermería en la Universidad del Magdalena, que regresaba a su pueblo natal de Siénaga. Después de una semana de exámenes finales, Martiña ocupaba el asiento 14 junto a la ventana del lado derecho.
Llevaba sus libros de anatomía en una mochila gastada y un termo con café que su abuela le había preparado esa mañana. Sus ojos castaños observaban el paisaje familiar, las plantaciones de banano que se extendían hacia el horizonte, los ranchos de palma y las montañas cubiertas de vegetación tropical. El calor húmedo del Caribe colombiano se filtraba por las ventanas abiertas del vehículo, mezclándose con el sonido del motor diésel y las conversaciones dispersas de los pasajeros. Si estás viendo este video desde algún lugar del mundo, por favor suscríbete a nuestro
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Esa mañana había revisado minuciosamente el bus, como hacía siempre. frenos, llantas, luces, todo en perfecto estado. Su esposa, doña Carmen, le había preparado el almuerzo y le había dado la bendición. Como cada día durante los últimos 25 años de matrimonio, Ramiro planeaba jubilarse el año siguiente.
Este era uno de sus últimos años conduciendo por estas montañas que conocía como la palma de su mano. A las 2:47 de la tarde, según los registros oficiales que más tarde examinaría la policía de carreteras, el bus transitaba por un tramo recto de la vía aproximadamente a 40 km de Santa Marta. La velocidad era moderada dentro de los límites permitidos.
No había lluvia, la visibilidad era perfecta y el tráfico era ligero. Martiña había terminado de revisar sus apuntes de farmacología y había guardado el cuaderno en su mochila. Recostó su cabeza contra la ventana y cerró los ojos, sintiendo la brisa cálida que entraba por la ventana entreabierta. En ese momento, según su testimonio posterior, escuchó un sonido extraño.
No era el ruido normal del motor ni el rechinar de los frenos. Era algo diferente, como un silvido metálico seguido de un golpe seco. Abrió los ojos y notó que el bus comenzaba a inclinarse hacia la izquierda de manera inusual. Don Ramiro luchaba visiblemente con el volante, sus nudillos blancos por la presión con la que lo sostenía.
Sus ojos en el espejo retrovisor reflejaban una mezcla de concentración y preocupación creciente. “Agárrense!”, gritó el conductor, su voz cortando el murmullo de las conversaciones. Los pasajeros, que hasta ese momento habían estado sumidos en sus actividades cotidianas, algunos dormitando, otros charlando, unos pocos mirando por las ventanas, súbitamente dirigieron su atención hacia adelante.
El señor Oviedo, un comerciante de frutas que viajaba en el asiento del frente, se aferró al respaldo del asiento del conductor. Detrás de Martiña, una señora mayor con su nieta de 6 años comenzó a susurrar una oración. Lo que sucedió en los siguientes 45 segundos permanecería grabado en la memoria de Martiña para el resto de su vida.

Cada detalle nítido como una fotografía. Cada sonido amplificado como si el tiempo se hubiera ralentizado. El bus comenzó a vibrar de manera violenta. El sonido del motor cambió, volviéndose más agudo, más desesperado. Por la ventana, Martiña pudo ver que se acercaban peligrosamente al borde de la carretera, donde comenzaba una pendiente empinada cubierta de vegetación espesa.
Don Ramiro intentó corregir la dirección, pero el vehículo no respondía. Más tarde, los investigadores determinarían que había ocurrido una falla catastrófica en el sistema de dirección, específicamente en la caja de dirección, que había cedido completamente. Era un defecto que no había mostrado señales previas de advertencia.
Una de esas fallas mecánicas impredecibles que ocurren una vez en un millón de kilómetros recorridos. El bus atravesó la barrera de contención metálica como si fuera papel. El sonido del metal desgarrándose se mezcló con los gritos de los pasajeros. Martña sintió como si estuviera en una montaña rusa descontrolada, su cuerpo presionado contra el asiento por la fuerza centrífuga.
vio por la ventana como el mundo se inclinaba de manera imposible, como el cielo y la tierra intercambiaban posiciones. Los árboles y la vegetación se acercaban a una velocidad aterradora. El primer impacto fue contra un grupo de árboles de ceiva, sus troncos gruesos actuando como amortiguadores naturales que redujeron parcialmente la velocidad de la caída.
Pero el bus continuó rodando pendiente abajo, golpeando contra rocas y troncos caídos. Los gritos de los pasajeros se mezclaban con el sonido ensordecedor del metal retorciéndose y los cristales haciéndose pedazos. Las maletas y pertenencias personales volaban por el interior del vehículo como proyectiles.

Martiña, por una razón que nunca pudo explicar completamente, había logrado sujetarse firmemente al marco de la ventana en el momento preciso del primer impacto. Su cuerpo se había tensado instintivamente, como si algún instinto primario le hubiera gritado que se preparara para lo peor.
Mientras el bus daba vueltas, ella mantuvo esa posición sintiendo como los golpes la sacudían, pero sin perder el agarre. A su alrededor, otros pasajeros no tuvieron la misma suerte. El bus finalmente se detuvo después de rodar aproximadamente 150 m pendiente abajo, quedando volcado sobre su lado izquierdo contra un grupo de rocas grandes.
El silencio que siguió fue más aterrador que todos los ruidos anteriores. Era un silencio denso, roto solo por el sonido del metal enfriándose, pequeños fragmentos de vidrio cayendo y el goteo de algún fluido del motor. Martiña abrió los ojos lentamente. Estaba colgando de su asiento, sostenida por el cinturón de seguridad que milagrosamente había permanecido intacto.
Su brazo derecho sangraba por varios cortes superficiales causados por los cristales rotos y sentía un dolor punzante en el hombro izquierdo, pero estaba consciente y podía moverse. A su alrededor, el panorama era devastador. El interior del bus se había transformado en un caos de metal retorcido, asientos desplazados y ventanas destrozadas.
El techo, que ahora estaba a su izquierda, tenía una abertura irregular por donde entraba la luz del sol, creando rayos de luz que atravesaban el polvo suspendido en el aire. El olor a combustible diésel se mezclaba con el aroma de la vegetación tropical y algo más que prefirió no identificar. Auxilio, ayuda! gritó con todas sus fuerzas, pero su voz se perdía en la inmensidad de la montaña.
Intentó moverse para evaluar el estado de los otros pasajeros, pero pronto se dio cuenta de la terrible realidad. Ella era la única que respondía, la única que se movía, la única que gritaba pidiendo ayuda. Durante las siguientes 4 horas, Martiña permaneció atrapada en los restos del bus, alternando entre momentos de pánico absoluto y periodos extraños de calma forzada.

Gritaba cada pocos minutos, esperando que alguien en la carretera pudiera escucharla, pero la distancia y la vegetación espesa absorbían sus llamados de auxilio. El sol comenzó su descenso hacia el horizonte y con él llegó el miedo a la oscuridad a pasar la noche sola en ese lugar con los cuerpos inmóviles de las personas que horas antes compartían conversaciones cotidianas sobre el clima, las cosechas y los planes para el fin de semana.
Fue hasta las 6:30 de la tarde cuando los primeros gritos de respuesta llegaron desde arriba. Un conductor de camión había notado la barrera de contención dañada y había llamado a las autoridades. Los paramédicos de la Cruz Roja de Santa Marta, junto con bomberos voluntarios y rescatistas de la Defensa Civil, habían llegado al lugar del accidente y habían comenzado la compleja operación de descender por la pendiente empinada.
Aquí abajo estoy viva!”, gritó Martiña con una voz ronca por las horas de clamar auxilio. Los rescatistas tardaron otros 40 minutos en llegar hasta los restos del bus utilizando cuerdas y equipo especializado para descender de manera segura por la pendiente rocosa y la vegetación densa.
El capitán de bomberos, Luis Alberto Mendoza, un veterano con 15 años de experiencia en operaciones de rescate, fue el primero en llegar hasta Martiña. Más tarde confesaría que en todos sus años de servicio nunca había visto a alguien tan lúcido y sereno después de un accidente de tal magnitud. “Señorita, vamos a sacarla de aquí”, le dijo mientras evaluaba su condición médica.

“¿Puede mover los pies? ¿Siente dolor en el cuello o la espalda?” Martiña respondió a todas las preguntas del protocolo médico mientras los rescatistas trabajaban para liberarla del asiento retorcido. Su mente, entrenada por sus estudios de enfermería, había mantenido un registro mental de sus síntomas y condición física durante las horas de espera.
reportó los cortes en el brazo, el dolor en el hombro, pero confirmó que no había perdido la conciencia en ningún momento y que no sentía dolor en la columna vertebral. La operación de rescate duró hasta las 10:15 de la noche. Martiña fue trasladada en camilla por la pendiente, un proceso lento y cuidadoso que requirió la coordinación de 12 rescatistas.
Durante el ascenso pudo ver por primera vez desde arriba la magnitud de la destrucción. El bus había dejado un rastro de metal retorcido y vegetación aplastada a lo largo de su caída. Era un milagro que alguien hubiera sobrevivido. En el Hospital Universitario Fernando Troconis de Santa Marta, los médicos confirmaron que Martiña había sufrido únicamente lesiones menores, múltiples laceraciones superficiales, una contusión en el hombro izquierdo y signos de shock emocional. Físicamente estaba en condiciones estables.
Psicológicamente el panorama era más complejo. Los días siguientes fueron un torbellino de entrevistas con investigadores de la policía de carreteras, representantes de la empresa de transporte, periodistas y psicólogos especializados en trauma. Martiña respondía a las preguntas con una precisión casi mecánica, proporcionando detalles exactos sobre los momentos previos al accidente, los sonidos que había escuchado, las posiciones de los demás pasajeros.

Su memoria era extraordinariamente clara, casi fotográfica en su precisión, pero había algo en su manera de relatar los eventos que inquietaba a quienes la escuchaban. No era solo la calma con la que describía los momentos más traumáticos, sino ciertos detalles que mencionaba, detalles que no debería haber podido observar desde su posición en el asento 14. El Dr. Miguel Ángel Herrera, psicólogo especializado en trauma postaccidente que fue asignado a su caso, notó estas inconsistencias durante la tercera sesión.
Martiña le dijo, “Usted menciona que vio como el señor Oviedo intentó proteger a la niña que viajaba con su abuela, pero según el reporte del accidente y su posición en el bus, eso habría ocurrido varios asientos adelante de donde usted estaba. ¿Cómo pudo ver eso durante el accidente?” Martiña se quedó en silencio por varios minutos, sus ojos fijos en un punto indefinido de la pared del consultorio.
Cuando finalmente habló, su voz tenía un tono diferente, más distante. Doctor, hay cosas que vi durante el accidente que no puedo explicar. Es como si hubiera estado en varios lugares al mismo tiempo, como si hubiera podido ver todo lo que estaba pasando en el bus. No solo lo que ocurría a mi alrededor.
El psicólogo tomó notas detalladas de esta declaración. En sus reportes posteriores describiría este fenómeno como una posible respuesta disociativa al trauma extremo, donde la mente crea memorias compositas para llenar los vacíos de información durante un evento traumático.

Sin embargo, la precisión de los detalles que Martña proporcionaba sobre eventos que supuestamente no podría haber presenciado directamente era extraordinaria. Durante las semanas siguientes, mientras se llevaba a cabo la investigación oficial del accidente, más detalles inquietantes salieron a la luz. Los investigadores confirmaron que la descripción de Martiña sobre las acciones de don Ramiro en los momentos finales era completamente precisa, incluyendo movimientos específicos del volante y cambios en la expresión de su rostro que solo alguien sentado directamente detrás del conductor podría haber observado. Sin embargo, ella
estaba 13 asientos atrás. Más perturbador aún era su conocimiento detallado sobre las últimas palabras y acciones de pasajeros que estaban en la parte delantera del bus. Describía como el comerciante de frutas había intentado proteger a una joven madre con su bebé, como una pareja de ancianos se había tomado de las manos en los últimos segundos, como un estudiante universitario había gritado el nombre de su novia.
Todos estos detalles fueron posteriormente confirmados por evidencia forense y testimonios de familiares sobre las personalidades y relaciones de las víctimas. El misterio se profundizó cuando los investigadores revisaron las pertenencias personales recuperadas del accidente. En la mochila de Martiña, junto con sus libros de enfermería, encontraron varios objetos que no le pertenecían.
El rosario de la señora mayor que viajaba con su nieta, la billetera del conductor don Ramiro y una carta sin enviar que llevaba el estudiante universitario dirigida a sus padres en Barranquilla. Cuando le mostraron estos objetos, Martiña no pudo explicar cómo habían llegado a estar en su mochila.

Yo no tomé esas cosas, insistía. Mi mochila estaba cerrada durante todo el viaje. No entiendo cómo llegaron ahí. Los investigadores verificaron que la mochila había sido encontrada cerrada con cierre, sin señales de haber sido abierta por fuerzas externas durante el accidente.
La familia de Martiña, preocupada por estos eventos inexplicables, decidió llevarla de vuelta a su casa en Ciénaga para que se recuperara en un ambiente familiar. Su abuela, doña Rosa Martínez, una mujer de 78 años conocida en el pueblo por su sabiduría tradicional y su fe profunda, recibió a su nieta con los brazos abiertos, pero con una preocupación evidente en sus ojos cansados.
Mi hija”, le dijo la primera noche mientras preparaba agua de hierbas para calmar los nervios de Martiña. Hay cosas en este mundo que no se pueden explicar con la razón. A veces, cuando alguien pasa por una experiencia tan fuerte, se abren puertas que normalmente están cerradas. Doña Rosa había vivido lo suficiente para haber escuchado historias similares, personas que después de experiencias cercanas a la muerte desarrollaban capacidades o conocimientos inexplicables.
Pero Martiña, con su mente científica formada por sus estudios de enfermería, rechazaba cualquier explicación que no fuera médica o psicológica. Abuela, debe haber una explicación lógica. Tal vez mi memoria está creando recuerdos falsos o tal vez durante el trauma pude observar más de lo que normalmente sería posible. No creo en cosas sobrenaturales.
Sin embargo, los eventos extraños continuaron manifestándose. Durante sus primeras semanas en casa, Martiña comenzó a tener episodios en los que parecía saber cosas sobre sus vecinos y conocidos que no debería saber. mencionaba detalles sobre problemas familiares, enfermedades no diagnosticadas o eventos del pasado que supuestamente nunca le habían contado.

Un día, mientras caminaba por el mercado central de Siénaga con su prima Alejandra, se detuvo súbitamente frente al puesto de verduras de don Esteban, un comerciante que conocía de vista, pero con quien nunca había tenido una conversación personal. Don Esteban le dijo sin preámbulo, “Debería ir al médico a revisarse el pecho.
Hay algo ahí que necesita atención.” El hombre la miró sorprendido. Efectivamente, había estado sintiendo molestias en el pecho durante las últimas semanas, pero no se lo había mencionado a nadie, ni siquiera a su esposa. “¿Cómo sabe usted eso, niña?”, preguntó con una mezcla de curiosidad y inquietud. Martiña se quedó inmóvil como si hubiera despertado de un trance.
Yo no sé por qué dije eso. Perdón, don Esteban, no sé qué me pasó. Se alejó rápidamente del puesto, dejando al comerciante y a su prima Alejandra completamente confundidos. Estos episodios se volvieron más frecuentes y más específicos. Martiña parecía tener acceso a información. sobre las personas que la rodeaban.
información que no tenía manera de conocer a través de medios normales. Le decía eventos menores pero específicos, que la hija de la vecina llamaría esa tarde después de semanas sin contacto, que llovería exactamente a las 4 de la tarde cuando el pronóstico anunciaba cielo despejado, que el autobús de las 5 llegaría con 20 minutos de retraso debido a un problema mecánico.
La precisión de estas predicciones comenzó a generar rumors en el pueblo. Algunos vecinos empezaron a visitarla buscando consejo o información sobre sus problemas personales. Otros la evitaban, sintiéndose incómodos con la idea de que pudiera leer aspectos de sus vidas privadas.

La situación se volvió tan tensa que la familia consideró la posibilidad de mudarse temporalmente a otra ciudad. El doctor Herrera continuó sus sesiones con Martiña, ahora a través de consultas telefónicas semanales. En sus notas documentaba no solo los episodios de conocimiento inexplicable, sino también los cambios físicos que había observado en su paciente.
Durante los meses posteriores al accidente, Martña había desarrollado una sensibilidad extrema a ciertos sonidos, olores y cambios atmosféricos. podía predecir cambios climáticos con horas de anticipación, sentir la proximidad de terremotos menores antes de que los sismógrafos los registraran y detectar enfermedades en personas aparentemente sanas.
Lo que está experimentando Martña, explicaba el doctor Herrera a sus colegas en una conferencia médica en Barranquilla, podría ser el resultado de cambios neurológicos causados por el trauma extremo. Hay casos documentados de personas que después de experiencias cercanas a la muerte desarrollan capacidades sensoriales, heightened o formas de procesamiento de información que la ciencia aún no comprende completamente.
Pero incluso el doctor Herrera admitía en privado que la precisión y especificidad de las percepciones de Martña excedían cualquier cosa que hubiera visto en su carrera de 20 años tratando víctimas de trauma. Sus capacidades parecían ir más allá de la hipersensibilidad o la intuición heightened.

Era como si tuviera acceso a un tipo de información que normalmente no está disponible a través de los sentidos convencionales. 6 meses después del accidente, Martiña tomó la decisión de regresar a Santa Marta para continuar sus estudios de enfermería. había aprendido a controlar parcialmente sus episodios de percepción inexplicable o al menos a mantenerlos en privado.
Desarrolló estrategias para filtrar la información que recibía, enfocándose solo en aquello que podía ser útil sin generar alarma o incredulidad en otros. Su regreso a la universidad fue difícil. Sus compañeros de clase la trataban con una mezcla de respeto, curiosidad y incomodidad.
Era la sobreviviente del accidente que había salido en todos los periódicos locales. La joven que había pasado 4 horas sola con los cuerpos de 23 personas. Algunos la evitaban sintiéndose incómodos con la tragedia que representaba. Otros la buscaban constantemente, fascinados por su historia y esperando escuchar detalles morbosos sobre la experiencia. Martiña se sumergió en sus estudios con una intensidad nueva.
Sus profesores notaron que había desarrollado una comprensión intuitiva extraordinaria de los procesos médicos y las condiciones de los pacientes. En las prácticas clínicas podía identificar problemas de salud que otros estudiantes e incluso algunos médicos pasaban por alto. Su capacidad para conectar con los pacientes y entender sus necesidades era notable.
Es como si pudiera ver directamente lo que está mal en una persona”, comentaba la doctora Patricia Mendoza, supervisora de prácticas clínicas. No es solo conocimiento médico, es algo más profundo, más intuitivo. Los pacientes confían en ella instantáneamente como sieran que ella realmente los entiende. Junan, durante su último año de estudios, Martiña comenzó a trabajar como voluntaria en el hospital psiquiátrico de Santa Marta, especializado en el tratamiento de pacientes con trauma severo.

Su capacidad para conectar con personas que habían experimentado eventos traumáticos era extraordinaria. podía calmar a pacientes agitados con solo hablarles, identificar disparadores emocionales específicos y ayudar en procesos de recuperación que habían estado estancados durante meses. El Dr. Carlos Alberto Ruiz, director del departamento de psiquiatría, quedó tan impresionado con el trabajo de Martiña, que le ofreció una posición permanente antes de que terminara sus estudios.
en 30 años de medicina, le dijo, “Nunca he visto a alguien con una capacidad tan natural para el trabajo terapéutico. Es como si pudiera sentir exactamente lo que necesita cada paciente.” Pero Martiña tenía otros planes. El primer aniversario del accidente se acercaba y había tomado una decisión que sorprendió a todos los que la conocían.
quería regresar al lugar del accidente, no como víctima, sino como profesional. Había coordinado con las autoridades locales y los servicios de emergencia para establecer un programa de capacitación en primeros auxilios psicológicos para equipos de rescate en la región del Magdalena. Quiero que otros rescatistas sepan cómo ayudar a las personas que han pasado por experiencias como la mía, explicó en una entrevista con el heraldo de Barranquilla.
Durante esas 4 horas que estuve sola esperando rescate, no sabía si alguien vendría, si sobreviviría, si volvería a ver a mi familia. Esa experiencia me enseñó cosas sobre el trauma y la supervivencia que no se pueden aprender en los libros. El programa de capacitación que desarrolló Martiña se convirtió en un modelo para otros departamentos en Colombia.
Su enfoque combinaba técnicas médicas tradicionales con estrategias de apoyo emocional basadas en su experiencia personal. Los rescatistas que participaban en sus cursos reportaban una mayor confianza en el manejo de víctimas de trauma y mejores resultados en las operaciones de rescate. Dos años después del accidente, Martiña finalmente decidió visitar a las familias de las víctimas del bus.

Había estado posponiendo estos encuentros, sintiendo que necesitaba estar emocionalmente preparada para enfrentar el dolor de los familiares y sus propias emociones complejas sobre ser la única sobreviviente. Su primera visita fue a la familia de don Ramiro, el conductor.
Doña Carmen, su viuda, la recibió en su modesta casa en el barrio Mamatoco de Santa Marta. La casa estaba llena de fotografías de don Ramiro en su juventud, el día de su boda, con sus hijos y nietos al volante de diferentes buses a lo largo de los años. Martiña, mi hija! Le dijo doña Carmen mientras servía café y arepas caseras. He estado esperando este momento desde el día del accidente.
Necesitaba conocer a la niña que estuvo con mi Ramiro en sus últimos momentos. Lo que siguió fue una conversación que duró más de 4 horas. Martiña le contó a doña Carmen detalles específicos sobre los últimos minutos de don Ramiro, cómo había luchado heroicamente para controlar el bus, cómo había gritado advertencias para que los pasajeros se prepararan, cómo incluso en los momentos finales había estado pensando en la seguridad de las personas bajo su responsabilidad. Pero lo que más impactó a doña Carmen
fueron los detalles personales que Martiña mencionó sin saber que los estaba mencionando. habló sobre cómo don Ramiro había murmurado el nombre de su esposa durante los últimos segundos, cómo había tocado una medalla de la Virgen del Carmen que llevaba colgada del espejo retrovisor, cómo había pensado en sus planes de jubilación y los viajes que quería hacer con su familia.
¿Cómo sabes eso, mi hija?, preguntó doña Carmen con lágrimas en los ojos. Esos son detalles que solo mi Ramiro y yo sabíamos. La medalla de la Virgen se la regalé el año pasado y los planes de jubilación nunca se los contó a nadie más que a mí. Martiña se quedó en silencio, dándose cuenta de que una vez más había compartido información que no debería conocer. Doña Carmen, no sé cómo explicarlo.
Durante el accidente fue como si pudiera sentir lo que todos estaban pensando y sintiendo. Es algo que no puedo controlar ni entender completamente. Las visitas a otras familias siguieron un patrón similar. En cada casa, Martiña proporcionaba detalles íntimos y consoladores sobre los últimos momentos de sus seres queridos.

información que traía paz a los familiares, pero que ella no tenía manera lógica de conocer. Habló sobre las últimas oraciones de la señora mayor, los pensamientos del estudiante universitario sobre su futuro, los planes de boda de una joven pareja que viajaba junta. Estos encuentros, aunque emocionalmente agotadores, trajeron una forma inesperada de cierre tanto para las familias como para Martiña.
Los familiares expresaban gratitud por conocer los detalles finales de la vida de sus seres queridos. Y Martiña comenzó a sentir que su supervivencia tenía un propósito más allá de su propia vida. El doctor Herrera continuó documentando el caso de Martiña, ahora como parte de un estudio más amplio sobre los efectos psicológicos a largo plazo de la supervivencia a tragedias.
Sus informes describían no solo la recuperación emocional de su paciente, sino también la evolución de sus capacidades perceptivas inusuales. Lo que observo en Martiña, escribía en un artículo para la revista colombiana de psicología, desafía nuestro entendimiento tradicional de cómo el cerebro procesa y almacena información durante situaciones de trauma extremo.
Sus experiencias sugieren que en momentos de crisis severa la conciencia humana podría acceder a formas de percepción y conocimiento que normalmente están fuera de nuestro alcance. Dace. 3 años después del accidente, Martiña había completado su carrera de enfermería y había sido aceptada en un programa de maestría en psicología clínica en la Universidad Nacional.
Su tesis de investigación se enfocaba en el desarrollo de protocolos de atención psicológica para sobrevivientes de accidentes de transporte basados en su experiencia personal y profesional. Su historia había inspirado cambios en las regulaciones de seguridad del transporte público en el departamento del Magdalena. Las empresas de transporte ahora requerían inspecciones más frecuentes de los sistemas de dirección y se habían implementado nuevos protocolos de entrenamiento para conductores sobre manejo de emergencias mecánicas.
Pero más allá de los cambios institucionales, la historia de Martiña había tenido un impacto profundo en las vidas individuales de las personas que la conocían. Sus antiguos compañeros de universidad la buscaban regularmente para pedirle consejo sobre decisiones importantes, no por sus capacidades inexplicables, sino por la perspectiva única que había desarrollado sobre la vida, la muerte y lo que realmente importa en la existencia humana.


Después de pasar 4 horas creyendo que iba a morir, solía decir en sus charlas públicas sobre prevención de accidentes. Aprendes a valorar cada momento, cada conversación, cada oportunidad de ayudar a otra persona. La vida es frágil y preciosa, de maneras que solo entiendes cuando has estado cerca de perderla. Su abuela, doña Rosa, ahora de 81 años, observaba con orgullo como su nieta había transformado una tragedia en una fuerza para el bien.
Dios tiene sus propósitos le decía durante sus visitas dominicales a Siénaga, a veces permite que alguien pase por algo terrible para que pueda ayudar a otros que van a pasar por lo mismo. En 2023, 5 años después del accidente, Martiña recibió una llamada que cambiaría el rumbo de su carrera. La Cruz Roja Colombiana la había seleccionado para dirigir un nuevo programa nacional de apoyo psicológico a sobrevivientes de desastres.
El programa se basaría en los protocolos que ella había desarrollado y requeriría que viajara por todo el país, capacitando a profesionales de la salud mental en técnicas especializadas para el tratamiento de trauma por accidentes. Es una responsabilidad enorme”, le confíó al Dr. Herrera durante una de sus sesiones de seguimiento. A veces siento que mi supervivencia viene con la obligación de ayudar a otros que están pasando por experiencias similares.
Es como si llevara las voces de las 23 personas que murieron conmigo, recordándome que debo hacer algo significativo con la vida que ellos perdieron. El doctor Herrera, que había seguido el caso de Martiña durante todos estos años, reconocía en ella una transformación extraordinaria. La joven estudiante de enfermería, que había llegado a su consulta después del accidente, traumatizada y confundida por experiencias que no podía explicar, se había convertido en una profesional respetada, cuyo trabajo estaba
influenciando políticas nacionales de salud mental. Su caso, escribía en sus notas finales, demuestra la capacidad extraordinaria del ser humano para transformar el trauma en propósito, el sufrimiento en servicio y la supervivencia en una misión de vida. Cuando Martiña aceptó la posición con la Cruz Roja colombiana, sabía que su historia personal siempre sería una parte integral de su trabajo profesional.

En cada presentación, en cada capacitación, en cada encuentro con sobrevivientes de desastres, llevaba consigo no solo su experiencia técnica y académica, sino también la memoria vivida de esas 4 horas que habían cambiado su vida para siempre. Su oficina en Bogotá, sede del programa nacional, estaba decorada con fotografías de las víctimas del accidente del bus, cada una acompañada de una pequeña nota con algo que había aprendido de esa persona durante los momentos finales que compartieron.
Era su manera de honrar sus memorias y recordar constantemente por qué había elegido dedicar su vida al servicio de otros. Los colegas que trabajaban con Martiña en el programa nacional notaban algo único en su aproximación al trabajo con víctimas de trauma. Tenía una capacidad casi sobrenatural para conectar con las personas que habían pasado por experiencias similares a la suya para entender exactamente lo que necesitaban escuchar en cada momento de su proceso de recuperación. Es como si pudiera ver directamente en el corazón de las
personas, comentaba la doctora Ana María Castillo, psicóloga clínica que trabajaba bajo la supervisión de Martiña. Cuando habla con un sobreviviente es como si entendiera perfectamente no solo lo que esa persona ha vivido, sino también lo que necesita para sanar.
Esta capacidad extraordinaria había convertido a Martña en una de las expertas más solicitadas en América Latina para casos de trauma colectivo. Había trabajado con sobrevivientes del colapso de edificios en Ciudad de México, las inundaciones de Mocoa, los deslizamientos de tierra en Guatemala y docenas de accidentes de transporte en toda la región. En cada caso, su aproximación era la misma.
Combinar técnicas psicológicas profesionales con una comprensión profunda y personal de lo que significa enfrentar la muerte y regresar para contarlo. Los resultados de sus intervenciones eran consistentemente superiores a los promedios nacionales para recuperación de trauma, algo que había llamado la atención de organizaciones internacionales de salud mental.

En 2024, la Organización Mundial de la Salud invitó a presentar su trabajo en una conferencia internacional sobre trauma y resilience en Ginebra. Su presentación titulada Transformando la supervivencia en sanación, lecciones de una sobreviviente, fue recibida con una ovación de pie de más de 3 minutos. Cuando sobrevives a algo que debería haberte matado, dijo durante su presentación, tienes dos opciones.
Puedes pasar el resto de tu vida preguntándote por qué fuiste tú el que se salvó. O puedes decidir que tu supervivencia tiene un propósito y dedicar tu vida a cumplirlo. Yo elegí la segunda opción y esa elección me ha dado más paz que todas las explicaciones científicas o espirituales que he escuchado sobre lo que me pasó.
La audiencia internacional estaba compuesta por psicólogos, psiquiatras, trabajadores sociales y funcionarios de salud pública de más de 60 países. Muchos de ellos habían trabajado con sobrevivientes de desastres durante décadas, pero la aproximación de Martña al tratamiento del trauma les ofrecía perspectivas completamente nuevas.
Después de la conferencia recibió ofertas para trabajar con organizaciones en Europa, Asia y África. Sin embargo, decidió permanecer en Colombia sintiendo que su trabajo más importante estaba en su país natal, especialmente en regiones rurales donde los recursos para el tratamiento de trauma eran limitados.
“Mi lugar está aquí”, explicó en una entrevista con la revista Semana. Colombia ha vivido décadas de conflicto y desastres naturales. Hay miles de personas que han pasado por experiencias traumáticas y que necesitan ayuda especializada. No puedo irme sabiendo que aquí hay tanto trabajo por hacer. Su decisión de quedarse en Colombia la llevó a expandir su programa para incluir el tratamiento de víctimas del conflicto armado, una población que había sido históricamente desatendida en términos de salud mental.
Su experiencia personal con la supervivencia y el trauma le daba una credibilidad única al trabajar con excbatientes, víctimas de desplazamiento forzado y familias que habían perdido seres queridos en la violencia. Cuando alguien que ha estado cerca de la muerte te habla sobre esperanza y recuperación, explicaba el doctor Jaime Andrés López, psiquiatra que colaboraba con el programa de Martiña.
Las palabras tienen un peso diferente. Los pacientes sienten que ella realmente entiende lo que significa enfrentar lo imposible y encontrar manera de seguir adelante. En 2025, 7 años después del accidente que cambió su vida, Martña publicó un libro autobiográfico titulado Las voces del bus.

Una sobreviviente cuenta su historia. El libro combinaba su experiencia personal con reflexiones profesionales sobre el trauma, la supervivencia y la recuperación. Se convirtió en un bestseller inmediato en Colombia y fue traducido a seis idiomas. Los ingresos del libro fueron donados en su totalidad a un fondo que ella estableció para proporcionar tratamiento gratuito de salud mental a sobrevivientes de accidentes de transporte en Colombia.
El fondo también financiaba becas para estudiantes de psicología y enfermería que quisieran especializarse en trauma y cuidados de emergencia. “No quiero ganar dinero contando mi historia”, explicó durante el lanzamiento del libro. Si mi experiencia puede ayudar a otros, entonces debe ser accesible para todos, independientemente de su situación económica.
El libro incluía un capítulo completo dedicado a las 23 personas que murieron en el accidente, cada una presentada como individuo con sueños, familias y historias que merecían ser recordadas. Martiña había entrevistado a las familias de todas las víctimas, recopilando fotografías, anécdotas y memorias que humanizaban a las personas que habían perdido la vida ese día de marzo de 2018.
Ellos no fueron solo víctimas de un accidente, escribía en el prólogo. Fueron padres, hijos, hermanos, estudiantes, trabajadores, soñadores. Cada uno tenía una historia que merecía ser contada, una vida que merecía ser celebrada. Mi supervivencia me ha dado la responsabilidad de asegurarme de que no sean olvidados. El capítulo más emotivo del libro era el dedicado a don Ramiro, el conductor.
Martiña había pasado meses investigando su vida, hablando con su familia, sus colegas y los pasajeros que habían viajado con él durante los años. Pintaba el retrato de un hombre dedicado, responsable, que amaba su trabajo y se preocupaba genuinamente por la seguridad de las personas que transportaba. Don Ramiro murió haciendo lo que había hecho durante 30 años, cuidando de sus pasajeros. Escribía.
En sus últimos momentos su único pensamiento era nuestra seguridad. Es un héroe que merece ser recordado no solo por cómo murió, sino por cómo vivió. La publicación del libro generó una renovada atención mediática sobre el accidente y sobre el trabajo de Martiña. Programas de televisión, emisoras de radio y periódicos de todo el país la invitaron a contar su historia.

Sin embargo, ella era selectiva sobre las entrevistas que aceptaba, enfocándose en aquellas que le permitían hablar sobre la importancia del apoyo psicológico para sobrevivientes de trauma. “No quiero ser famosa por haber sobrevivido a un accidente”, explicaba. Quiero que la gente conozca mi historia para que entienda la importancia de cuidar la salud mental de las personas que han pasado por experiencias traumáticas.
Esa es la conversación que realmente importa. Dam. Su trabajo había evolucionado hasta convertirse en algo más grande de lo que había imaginado inicialmente. Lo que comenzó como su manera personal de lidiar con el trauma de la supervivencia se había transformado en un movimiento nacional para mejorar la atención de salud mental en situaciones de emergencia y desastre.
Las capacidades perceptivas inusuales que había desarrollado después del accidente nunca desaparecieron completamente, pero aprendió a integrarlas de manera productiva en su trabajo. En lugar de verlas como algo misterioso o aterrador, las aceptó como herramientas que la ayudaban a ser más efectiva en su trabajo con pacientes traumatizados.
Nunca voy a entender completamente lo que me pasó durante ese accidente. Admitía en las páginas finales de su libro. Puede haber sido trauma, puede haber sido algo más. Lo que importa no es la explicación, sino lo que hago con la experiencia. Si puedo usar lo que viví para ayudar a una sola persona a recuperarse de su propio trauma, entonces todo lo que pasé habrá valido la pena.
En septiembre de 2025, exactamente 7 años y 6 meses después del accidente, Martiña regresó por primera vez al lugar donde había ocurrido la tragedia. No fue sola. La acompañaron varios familiares de las víctimas, colegas de trabajo y el doctor Herrera, quien había sido su psicólogo durante todo este tiempo. El lugar había cambiado significativamente.

Las autoridades habían instalado una barrera de contención más robusta y habían mejorado la señalización de la carretera. donde antes había vegetación densa, ahora había un pequeño memorial con una placa que listaba los nombres de las 23 víctimas del accidente. Martiña se quedó en silencio frente al memorial durante varios minutos, leyendo cada nombre, recordando lo que sabía de cada persona.
Finalmente colocó 23 rosas blancas al pie de la placa, una por cada vida perdida. Vengo aquí no para revivir el trauma, dijo a los periodistas que habían seguido la visita, sino para honrar a las personas que murieron y para recordar por qué hago el trabajo que hago. Este lugar cambió mi vida de maneras que nunca podré explicar completamente, pero me dio un propósito que define cada día de mi existencia.
La visita al lugar del accidente marcó una nueva fase en la vida de Martiña. Se sintió por primera vez desde el accidente completamente en paz con su supervivencia y con el camino que había elegido seguir. Las preguntas sobre por qué había sido ella la única sobreviviente ya no la atormentaban como antes. Había encontrado su respuesta en el trabajo que hacía y en las vidas que había ayudado a sanar.
Mientras el sol se ponía sobre las montañas de la Sierra Nevada, Martiña tomó una última foto del memorial y se dirigió de vuelta a su vida en Bogotá, a su trabajo con la Cruz Roja, a los cientos de sobrevivientes que aún necesitaban su ayuda. Llevaba consigo no solo las memorias del accidente, sino también la certeza de que su supervivencia tenía un propósito que estaba cumpliendo cada día de su vida.
La historia de Martiña Rodríguez se había convertido en algo más que el relato de una sobreviviente. Era un testimonio del poder del ser humano para transformar el trauma en sanación, la pérdida en propósito y la supervivencia en servicio. En un país marcado por décadas de violencia y desastres naturales, su trabajo representaba una esperanza tangible de que era posible sanar, recuperarse y encontrar significado incluso en las experiencias más devastadoras.
Su historia continuaba escribiéndose cada día con cada sobreviviente que ayudaba, cada protocolo que desarrollaba, cada vida que tocaba con su trabajo. La joven estudiante de enfermería que había subido a ese bus en marzo de 2018 ya no existía. En su lugar había una mujer que había convertido su propia supervivencia en una misión de vida dedicada a ayudar a otros a encontrar su camino de vuelta desde los lugares más oscuros de la experiencia humana. Y aunque las preguntas sobre las capacidades inexplicables que había
desarrollado después del accidente permanecían sin respuesta definitiva. Martiña había aprendido que algunas preguntas son menos importantes que las acciones que inspirar n. Su legado no sería el misterio de su supervivencia, sino el impacto medible y duradero de lo que había hecho con la vida que se le había permitido conservar.