Aquel jueves de mediados de noviembre, el nevado de Toluca amaneció cubierto por una neblina cerrada y un silencio denso que se adhería a las piedras volcánicas como escarcha. A las 7:30 de la mañana, Sergio Altamirano Díaz y Leandro Bustamante Arriaga se detuvieron frente a la garita informal que separaba la última carretera asfaltada del sendero hacia la cima.
Venían desde Toluca en una camioneta Nissan alquilada con mochilas llenas. sogas enrolladas como serpientes grises, botas nuevas y la ansiedad temblorosa de quien ha estudiado durante semanas cada metro de la montaña, pero no ha sentido su aliento gélido hasta ese instante. Tenían planeado ascender por la cara este, descansar junto a la laguna del sol y alcanzar el pico sur antes del mediodía. Ninguno de los dos volvió a ser visto con vida.
Leandro el mayor llevaba meses preparando la travesía. Amaba las cumbres y la soledad mineral de las alturas. Sergio, en cambio, era más prudente. Aceptó acompañarlo por lealtad y por escapar de una rutina que ya le pesaba. Ambos habían coincidido en un curso informal de alta montaña, organizado por un guía local con reputación cuestionable.
Según sus familias, salieron de casa con equipo suficiente y un mapa impreso de dudosa procedencia que alguien les había vendido fuera de la facultad. A las 9 de la mañana cruzaron a pie el acceso principal. El viento comenzó a levantarse con fuerza y pronto la visibilidad se redujo a unos cuantos metros.

A las 10:15, un excursionista alemán los vio detenerse cerca de una bifurcación que ascendía hacia el cráter. discutían en voz baja. Esa fue la última vez que alguien los observó en movimiento. Por la tarde, una tormenta repentina cubrió la región con hielo seco y ráfagas brutales. Nadie los esperó esa noche. Nadie los reportó como extraviados.
Pasaron tres días antes de que un amigo en común preguntara por ellos. Se asumió que quizá habían prolongado la expedición o cometido el error de desviarse hacia algún refugio sin señal. Las autoridades locales, acostumbradas a falsas alarmas y excursiones mal planeadas, no iniciaron la búsqueda de inmediato. Cuando al fin se activó el protocolo, el clima había borrado toda huella.
Las primeras jornadas de rastreo no ofrecieron más que piedras negras y escarcha. La zona era hostil, vasta y engañosa. Los equipos de rescate, limitados por presupuesto y por la dificultad del terreno, no pudieron cubrir más allá de los senderos conocidos. La hipótesis oficial se resumía en una palabra, extravío. Así, el caso se fue enfriando a medida que pasaban los días, las semanas, los años.
un archivo más, una carpeta más, otro silencio acumulado en las cumbres. Durante los primeros meses posteriores a la desaparición, los nombres de Sergio Altamirano y Leandro Bustamante aún flotaban con cierta inercia en los pasillos de la Facultad de Geografía de la Universidad Autónoma del Estado de México.

Algunos estudiantes colocaron un mural con sus fotografías y mensajes de esperanza. Otros más escépticos comenzaron a preguntarse en voz baja si realmente habían planeado regresar. El nevado de Toluca, inmenso, impasible, continuaba arrojando ráfagas heladas sobre la zona donde, según los cálculos, debían haber ascendido por última vez, pero nadie podía asegurar nada con certeza.
La montaña era caprichosa y la niebla traicionera. El operativo de búsqueda oficial se desactivó sin ceremonias a los 15 días, cuando los recursos se agotaron y las autoridades concluyeron con frialdad burocrática que cualquier hallazgo posterior sería ya de carácter forense. Las familias intentaron mantener viva la atención mediática, apelaron a noticieros regionales, hicieron vigilias públicas, enviaron cartas a la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas.
y a la Procuraduría General de Justicia. Ninguna respuesta fue más que un acuse de recibo. La indiferencia institucional comenzaba a levantar sus primeras murallas. En mayo de 1999, una revista universitaria publicó un reportaje donde se sugería que los jóvenes quizá habían tomado una ruta clandestina conocida como la garganta de ceniza, una pendiente extremadamente peligrosa que, según algunos testimonios ciertos guías ofrecían a cambio de pagos extraoficiales. El artículo insinuaba la posible participación de un guía informal
identificado como Alfonso Soria Valverde, quien había operado durante años sin licencia y era conocido por vender mapas antiguos con rutas ya clausuradas. A pesar de su historial dudoso, la policía lo entrevistó superficialmente y archivó el informe al no hallar elementos jurídicos suficientes para continuar.

Pasaron los meses, luego los años. Las placas metálicas con los nombres de los desaparecidos que alguna vez colgaron en los muros de entrada al Parque Nacional fueron retiradas tras una remodelación. Los nombres desaparecieron también de los boletines oficiales, de los comunicados académicos, de la prensa local. La vida universitaria siguió su curso.
Los salones cambiaron de generación. Algunos profesores aún recordaban a Sergio y a Leandro, pero con el tono nebuloso con que se recuerda un sueño mal cerrado. En octubre de 2001, tras una nevada temprana, una grieta de considerable profundidad se abrió cerca de la laguna de la luna. Un grupo de montañistas descendió con cuerdas, creyendo haber hallado restos humanos.
Solo encontraron una chamarra vieja, un termocorroído y una brújula oxidada. Ninguno de esos objetos pudo vincularse oficialmente al caso. Fue la primera gran falsa pista. El hallazgo avivó durante unas semanas la esperanza de los familiares hasta que el peritaje concluyó que aquellos restos pertenecían probablemente a un excursionista desaparecido en la década de los 80.
Ya para entonces, el caso comenzaba a pesar más por su ausencia que por su presencia. Cada intento por reabrir la investigación parecía chocar contra un muro invisible de indiferencia y lentitud. Las carpetas judiciales dormían bajo polvo en una bodega del Ministerio Público de Toluca. La última vez que los padres fueron citados a declarar fue en febrero de 2000.
Desde entonces solo recibían respuestas vagas, promesas de revisión, silencios formales. La montaña, mientras tanto, permanecía intacta, como si cuidara celosamente lo que había tomado. La mañana del 21 de abril de 2014, el nevado de Toluca volvió a mostrar su rostro más sereno. Cielos despejados, el aire seco del altiplano cortando las mejillas con suavidad y un silencio majestuoso que solo las montañas conocen.

Ese día, un grupo de estudiantes de la Facultad de Geografía de la UMEX, acompañados por un par de profesores y un guía certificado, inició una expedición científica hacia el cráter volcánico. El objetivo era recolectar datos sobre erosión glaciar en la zona que rodeaba la laguna del Sol, en un área que por años había permanecido inaccesible durante los inviernos por acumulación de hielo y rocas inestables.
El grupo avanzó en fila lenta, marcando con estacas su paso. alrededor del mediodía, cuando el sol comenzaba a filtrar su luz a través del velo de nubes delgadas, una estudiante llamada Amalia Guerrero notó una protuberancia metálica que sobresalía apenas del hielo endurecido a unos metros de la ladera norte del cráter se detuvo.
Al agacharse raspó la superficie con una pequeña pala geológica. No tardó en descubrir que se trataba de un pioleta antiguo con la empuñadura de cuero ennegrecida por el tiempo y una inscripción parcial todavía visible. LBA. El guía se aproximó, miró el objeto, se inclinó sobre él y tras una pausa larga soltó en voz baja. Esto lleva aquí muchos años.
A pocos centímetros del piolet emergía también una tira de tela azul desilachada que parecía pertenecer a una mochila. Excavan con cuidado. Lo que desenterraron al cabo de una hora fue una bolsa de montaña erosionada pero intacta en su estructura. En el interior había una cámara Olympus de rollo, una credencial universitaria con el logo desgastado de la UMX y un nombre parcialmente legible.
Sergio Altami, así como un cuaderno de espiral deformado por la humedad con varias páginas todavía legibles. Las anotaciones incluían fechas, altitudes y rutas de ascenso escritas con una caligrafía meticulosa. La reacción del grupo fue contenida, casi irreverente. Los profesores decidieron suspender la recolección de datos y alertaron a las autoridades del Parque Nacional.

Esa misma tarde, personal de la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas se presentó en el sitio, delimitó la zona y trasladó los objetos hallados a su base temporal. En paralelo, un informe preliminar fue enviado a la Fiscalía General de Justicia del Estado de México. El hallazgo reactivó de inmediato el expediente de los dos jóvenes desaparecidos 16 años atrás. Los medios de comunicación retomaron el caso con voracidad.
Los periódicos locales, que no habían mencionado a Sergio y Leandro en más de una década, abrieron sus portadas con titulares que mezclaban sorpresa y morbo. Hayan pertenencias de escaladores desaparecidos en 1998. El nevado de Toluca devuelve sus secretos. Los noticiarios nacionales recuperaron fragmentos de archivo, imágenes antiguas, entrevistas a familiares ya envejecidos por el peso del tiempo.
En cuestión de horas, el caso dejó de ser un asunto universitario o local. Se transformó en un fenómeno mediático que agitó la memoria dormida de una generación entera. El Piolet fue enviado de inmediato al laboratorio forense de Toluca junto con el resto de los objetos en su superficie. Los técnicos identificaron restos de tejido orgánico fosilizado adherido al extremo inferior.
La mochila contenía además cabellos humanos enredados entre los cierres. El laboratorio confirmó días después que el ADN coincidía con el de Leandro Bustamante. Era la primera prueba material e irrefutable desde 1998. El hallazgo no solo confirmaba que ambos jóvenes habían llegado hasta el cráter, sino que muy probablemente algo trágico había ocurrido en sus inmediaciones. La fiscalía ordenó reabrir la investigación con carácter urgente.

Se designó un equipo especial de criminalística y geofísica para explorar la zona del hallazgo. Participaron especialistas de la UAMEX, protección civil, antropólogos forenses y un pequeño contingente de la policía de alta montaña. El operativo fue anunciado públicamente con el nombre de código Operación Toluca Nieve.
El objetivo descender con equipos técnicos al glaciar interior, buscar evidencias adicionales y determinar si los cuerpos podían encontrarse todavía congelados bajo la superficie endurecida del cráter. Nadie lo decía abiertamente, pero todos sabían que si los restos seguían ahí, lo más probable era que el frío eterno los hubiera conservado. Los días siguientes fueron una coreografía meticulosa entre ciencia, memoria y silencio.
El equipo multidisciplinario designado por la fiscalía instaló una base operativa a 1 kmetro del cráter en una zona relativamente protegida del viento. Desde allí se iniciaron los primeros sondeos en la superficie de hielo, combinando tecnología de escaneo geofísico con técnicas tradicionales de perforación.
La zona delimitada coincidía con un estrechamiento natural en la pendiente glaciar, una especie de canal helado donde las corrientes descendentes habrían podido arrastrar cuerpos o pertenencias. Cada metro recorrido bajo la superficie era como abrir una página antigua que nunca fue leída. Al tercer día de exploración, los sensores captaron una anomalía densa y alargada a 20 m de profundidad. La señal fue interpretada por los técnicos como posible materia orgánica compactada.

La noticia no fue revelada de inmediato a la prensa. Se estableció un perímetro mayor y se reforzó la vigilancia. A esa altura, el caso ya había atraído a medios de comunicación nacionales e incluso internacionales. Varios noticieros montaron sus cámaras en las faldas del nevado, esperando capturar en vivo lo que muchos ya llamaban el hallazgo definitivo.
Fue en la madrugada del 27 de abril cuando el equipo logró acceder al punto exacto. La perforación reveló una pequeña cámara glaciar natural sellada desde hacía años. Dentro, suspendido en una postura inhumana y con la piel adherida al hielo como una segunda corteza, yacía el cuerpo congelado de Leandro Bustamante Arriaga.
Su mochila aún colgaba de un hombro, la cuerda enrollada parcialmente alrededor del torso y los ojos abiertos velados por cristales de escarcha. Cerca de él, a poco menos de un metro, se distinguía un segundo volumen oscuro que fue recuperado con extremo cuidado. Se trataba de Sergio Altamirano Díaz en posición fetal, con los brazos extendidos hacia su compañero, como si hubiera intentado alcanzarlo en el último instante.
Ambos cuerpos fueron extraídos con una grúa especializada y transportados al Instituto de Servicios Periciales de Toluca. La necropsia confirmó que Leandro murió primero producto de una caída de aproximadamente 5 m dentro de una grieta invisible bajo el hielo. La fractura cervical había sido instantánea. Sergio, según los peritos, habría sobrevivido al menos unas horas más, intentando sin éxito sacar a su amigo del hueco.

exposición prolongada al frío extremo, junto con la falta de alimento y la desorientación, lo dejaron inmovilizado hasta que el glaciar terminó por sellarlos. El informe forense arrojó otro dato inquietante. Ambos jóvenes llevaban equipo inadecuado para el tipo de ascenso que intentaron.
Las botas no eran térmicas, las hogas no eran de uso alpino certificado y los crampones estaban visiblemente desgastados. La investigación volvió entonces a centrar su atención sobre la figura ya olvidada de Alfonso Soria Valverde. Varios testimonios antiguos fueron reexaminados. Un exalumno de la UAMX declaró que en octubre de 1998 él mismo había comprado a Soria un mapa de ascenso directo al cráter junto con un paquete de alquiler de equipo semiprofesional.
Según su testimonio, el guía solía operar en la periferia de la universidad ofreciendo rutas exprés para valientes. Una antigua libreta confiscada en el 2001 fue recuperada del archivo judicial. En ella se encontraron apuntes manuscritos de rutas y nombres. En la página correspondiente a noviembre de 1998 aparecían dos iniciales anotadas al margen, CAD, LBA. Las coincidencias eran imposibles de ignorar. Se reactivó la orden de localización de Soria Valverde.
En el año 2014 tenía 58 años y vivía, según los registros, en una localidad rural del sur del Estado de México, cerca de Amatepec. La policía acudió al domicilio registrado, pero lo encontró abandonado. Una vecina aseguró que el hombre se había marchado hace unos 6 meses sin dejar dirección.

La fiscalía solicitó apoyo a otras entidades y se emitió una ficha roja para alertar sobre su localización. Al mismo tiempo, la UAEMEX y la Secretaría de Turismo anunciaron una revisión interna de sus protocolos de recomendación para actividades de montaña. El escándalo volvió a golpear con fuerza. Nadie quería asumir responsabilidades, pero el país entero observaba con atención el rostro de una tragedia postergada durante 16 años.
Las familias de Sergio y Leandro recibieron los restos con solemnidad. La universidad ofreció realizar un acto de homenaje público, pero ambas familias rehusaron. “No necesitamos discursos”, declaró la madre de Leandro a la prensa. “Solo silencio y que no se repita. El eco del hallazgo no tardó en alcanzar dimensiones nacionales, editoriales, artículos de opinión y programas de análisis.
comenzaron a cuestionar la negligencia acumulada durante casi dos décadas. ¿Por qué se había cerrado el caso sin una búsqueda exhaustiva en el glaciar? ¿Cómo era posible que un guía clandestino pudiera operar libremente durante años frente a los muros de una universidad pública? ¿Cuántos otros excursionistas se habían perdido en esas mismas rutas sin que nadie conectara los puntos? En medio del revuelo, una periodista independiente, Andrea Valdés, egresada también de la UEMX, inició su propia investigación paralela. Publicó una serie de entregas en una revista digital de alcance nacional, donde documentó el historial
de Alfonso Soria Valverde. Cinco denuncias archivadas entre 1994 y 1999 por estafa, lesiones y abandono en ruta. Ninguna prosperó. En todas el patrón era similar, víctimas jóvenes, inexpertas, atraídas por el carisma informal de un hombre que prometía rutas exclusivas y sin burocracia. Una de las denuncias presentada por un grupo de estudiantes en 1996 describía como Soria había vendido un mapa de ascenso alterado, sin advertir que la ruta pasaba por una zona inestable cerrada desde el 87.
La presión pública se intensificó. El gobernador del Estado de México anunció la reapertura de todas las carpetas vinculadas a desapariciones en zonas montañosas. Desde 1990 se creó una comisión interinstitucional con expertos en montañismo, criminólogos y autoridades ambientales.

Por primera vez se propuso una ley nacional de regulación estricta para guías de alta montaña, incluyendo certificaciones obligatorias, registros públicos y sanciones penales en caso de negligencia, lo que comenzó como un caso aislado se transformó en símbolo de una omisión estructural. El 2 de junio de 2014, una llamada anónima al Centro de Denuncias Ciudadanas reveló el paradero de Alfonso Soria.
Vivía bajo identidad falsa en un pueblo minero de Guerrero, donde trabajaba como vigilante nocturno en una fábrica abandonada. Fue detenido sin resistencia. Durante el interrogatorio inicial negó todo, pero al confrontársele con los objetos hallados, la libreta incautada y los testimonios de antiguos alumnos, su lenguaje corporal se quebró.
Nunca pronunció una confesión directa, pero el Ministerio Público consideró las pruebas suficientes para procesarlo por homicidio culposo agravado y omisión de auxilio con resultado de muerte. El juicio comenzó en diciembre de ese año. Asistieron familiares, estudiantes, montañistas y periodistas. La sala del tribunal de Toluca permaneció llena durante semanas.
Los peritos forenses describieron con crudeza las condiciones en que ambos jóvenes murieron. La caída de Leandro, el intento desesperado de Sergio por sacarlo de la grieta, los rastros de manos congeladas en la roca, el modo en que el glaciar cerró sobre ellos. Un testigo clave, que había sido socio informal de Soria en los 90, declaró que el guía usaba equipos comprados en tianguis, alteraba mapas antiguos y se desentendía de los grupos una vez que llegaban a zonas riesgosas.

Él decía que en la montaña no hay reglas. que quien se pierde es porque no era digno de subir”, testificó el hombre con la voz quebrada. La defensa intentó argumentar que no existía vínculo directo entre Soria y la muerte de los jóvenes. Sin embargo, el patrón de negligencia sistemática y la evidencia documental resultaron contundentes.
El tribunal dictó sentencia el 15 de enero de 2015. Alfonso Soria Valverde fue condenado a 23 años de prisión sin derecho a libertad anticipada. La lectura de la sentencia fue transmitida en vivo. Afuera del juzgado, una pequeña multitud rompió en aplausos contenidos. La Facultad de Geografía decretó duelo académico y dedicó una jornada completa a revisar su política de salidas de campo.
Se colocó una placa en el auditorio principal con los nombres de Sergio y Leandro. acompañada de una frase breve tomada del cuaderno de ruta recuperado. La altitud no se mide en metros, sino en memoria. Días después, en una ceremonia íntima, las cenizas de ambos fueron depositadas en una urna común y enterradas al pie del nevado de Toluca.
Solo asistieron sus familias, algunos antiguos compañeros de facultad y los rescatistas que lo sacaron del hielo. Nadie habló en público, solo se escuchó el viento helado entre las piedras y una frase escrita en una nota doblada dentro del ataúd. El silencio no fue olvido, fue espera.
La reapertura del caso marcó un giro abrupto en el ritmo habitual de la Fiscalía del Estado de México, que debió improvisar una unidad temporal dedicada exclusivamente a la investigación del accidente ocurrido en noviembre de 1998. Aunque oficialmente la causa era homicidio culposo por negligencia en actividades de montaña, lo que verdaderamente se intentaba reconstruir era una línea de tiempo congelada durante 16 años, atrapada bajo capas de nieve, indiferencia y archivos olvidados.
El hallazgo del piolet, la mochila y los cuerpos, lejos de cerrar la historia, la volvió aún más densa, más incómoda. La primera fase de la nueva investigación consistió en un análisis forense integral de todos los elementos hallados en la zona glaciar. Los cuerpos que permanecieron varias semanas bajo custodia del Instituto de Servicios Periciales fueron tratados con protocolos de crio conservación para evitar su deterioro acelerado.

Las autopsias revelaron que Sergio tenía signos de hipotermia extrema, mientras que Leandro presentaba múltiples fracturas en el cráneo y la columna cervical. En la ropa de ambos se identificaron fibras sintéticas desgastadas y costuras defectuosas, lo cual reforzó la hipótesis de que el equipo utilizado no solo era inadecuado, sino potencialmente peligroso.
El análisis de la cámara Olympus hallada en la mochila proporcionó un avance inesperado. Aunque el rollo fotográfico estaba dañado por la humedad, los técnicos lograron recuperar parcialmente cinco imágenes. En dos de ellas aparecían Sergio y Leandro al pie de un risco nevado con el cráter a sus espaldas. En otra se veía el interior de una cueva con una fogata apagada.
La cuarta era borrosa, probablemente tomada en movimiento y mostraba una pendiente pronunciada cubierta de hielo. La última era la más inquietante. Mostraba una figura difusa de espaldas a unos metros de distancia, con lo que parecía ser una cuerda enrollada en la cintura. No se podía confirmar su identidad, pero el perfil coincidía con una complexión distinta a la de los jóvenes.
El archivo fue marcado como indicio visual sin identificación positiva y anexado como posible evidencia de acompañamiento. En paralelo se retomaron las entrevistas con antiguos compañeros, profesores y trabajadores administrativos de la UMEX. Muchos no recordaban detalles concretos, pero algunos aportaron fragmentos útiles.
Uno de ellos mencionó haber visto a Sergio hablando con un hombre mayor fuera de la cafetería universitaria días antes de la excursión. Otro aseguró que Leandro había conseguido un mapa en una fotocopiadora informal que operaba cerca del campus. Esa pista llevó a la localización de un antiguo empleado ya retirado que conservaba en su archivo personal un duplicado del mapa vendido en 1998.
[Música] Era una hoja A4 plastificada sin logos oficiales que mostraba una ruta de ascenso directa al cráter atravesando una zona catalogada como inestable desde hacía más de 20 años. La Dirección de Protección Civil del Estado de México reconoció que durante los años 90 no existía un protocolo claro para la supervisión de guías no certificados.

Tampoco se exigía acreditación formal para alquilar equipo de montaña o vender mapas de ascenso. Esa laguna normativa, que había sido ignorada durante años, fue señalada por los investigadores como un factor estructural clave en la tragedia. La falta de fiscalización permitió que personajes como Alfonso Soria Valverde operaran impunemente ofreciendo servicios precarios a estudiantes ansiosos por aventuras baratas.
El siguiente paso fue el rastreo financiero de Soria. Un análisis de sus cuentas reveló movimientos irregulares entre 1996 y 2002, depósitos en efectivo, retiros simultáneos en distintos estados y compras de equipo en mercados de segunda mano. La policía judicial reconstruyó una red informal de contactos que incluía otros guías, vendedores ambulantes y mecánicos que adaptaban vehículos para excursiones no registradas.
Aunque la mayoría de estas personas negaron conocerlo o recordarlo, uno de ellos, un herrero que fabricaba crampones artesanales en Metepec, admitió haberle vendido material en octubre de 1998. Recordaba que Soria le pidió que hiciera una modificación especial, que los clavos fueran más cortos para no dañar el hielo.
Una petición que resultaba absurda desde el punto de vista técnico y que, según los expertos, podía haber comprometido seriamente la seguridad de los usuarios. La fiscalía incorporó estos hallazgos al expediente principal. Los fiscales, sin embargo, sabían que necesitaban algo más, una línea directa entre Soria y las víctimas, más allá de los rumores, los testimonios fragmentarios y las presunciones.
Fue entonces cuando se reexaminó una pieza olvidada, el cuaderno de espiral hallado en la mochila. En una de las páginas centrales apenas visible entre manchas de humedad se distinguía una frase escrita con letra temblorosa. Soria dijo que esta ruta era rápida. No se ve tan segura, pero ya estamos aquí.
La frase fechada el 11 de noviembre, la víspera del ascenso, fue considerada prueba clave por la fiscalía. Por primera vez aparecía el nombre del sospechoso escrito por una de las víctimas. Con esa pieza, la narrativa cambió de forma definitiva. Ya no se trataba de un simple extravío ni de una mala elección de ruta.
El caso se volvía penal, una muerte evitable, consecuencia directa de una cadena de decisiones irresponsables facilitadas por la ausencia de regulación y por la confianza depositada en una figura carismática y peligrosa. El silencio ya no era accidental, era estructural. Mientras Alfonso Soria Valverde aguardaba su juicio recluido en el penal de Santiaguito, la investigación forense seguía desmenuzando cada detalle de las evidencias recuperadas.


La frase hallada en el cuaderno de espiral de Sergio, escrita probablemente con lápiz de grafito, fue sometida a análisis grafológico para confirmar la autoría. El perito concluyó que el trazo coincidía en un 98% con otras anotaciones del mismo cuaderno, descartando la posibilidad de que hubiese sido añadida posteriormente o por una tercera persona.
Aquella línea se convirtió desde ese momento en la columna vertebral de la acusación. Era la voz del propio desaparecido apuntando hacia su verdugo. Los fiscales consideraron indispensable entender no solo el contexto del ascenso, sino el tipo de presión emocional que Soria podía haber ejercido sobre los dos jóvenes.
Para ello, se entrevistó a múltiples personas que en los 90 habían sido clientes suyos, estudiantes montañistas amateurs, incluso turistas extranjeros. La constante era inquietante. Soria prometía rutas fuera del mapa, accesos rápidos, solo para los que no temen, y despreciaba los protocolos oficiales. Uno de los entrevistados, un biólogo entonces universitario, narró como Soria solía burlarse de las normas de seguridad y decía frases como, “Aquí se sube con instinto, no con manuales.
” Ese mismo testigo relató que una vez al enfrentar una zona nevada sin crampones, Soria le gritó, “Si dudas, mueres. Si avanzas, sobrevives, tú decides.” El expediente empezó a tomar forma de algo más profundo que una tragedia aislada. era, en palabras del fiscal encargado, un espejo del abandono institucional en materia de regulación de actividades de riesgo.
Por eso, paralelamente al caso judicial, se instaló una mesa legislativa que convocó a especialistas en derecho, alpinismo y turismo de aventura. El objetivo era elaborar una propuesta de ley nacional para estandarizar y fiscalizar toda actividad guiada en entornos de alta montaña. La iniciativa fue impulsada con fuerza tras una comparecencia pública de la madre de Sergio, que sin lágrimas ni teatralidad, dijo ante los diputados, “Si hubieran legislado hace 20 años, tal vez hoy mi hijo estaría vivo. No les pido justicia por él.

Les exijo prevención para los que siguen. Mientras tanto, la defensa de Soria se sostenía apenas. Su abogado, un defensor de oficio sin experiencia en causas de alto perfil, argumentó que no existía una relación contractual formal entre su cliente y los jóvenes desaparecidos.
dijo que no había testigos presenciales del ascenso, que las pruebas eran circunstanciales, que el mapa hallado en casa de Soria podía haber sido falsificado o plantado. La fiscalía desmontó uno a uno esos alegatos, exhibió pruebas de contacto indirecto, rastros de ADN en una cuerda confiscada en su antiguo domicilio y lo más importante, el cuaderno cuya autenticidad era incuestionable.
Mientras el juicio avanzaba, se hizo público un hallazgo adicional que estremeció a la opinión pública. Una geóloga de la Universidad Nacional Autónoma de México, que colaboraba con el equipo forense, descubrió una inscripción tallada en una roca a 5 m del lugar del hallazgo de los cuerpos. La roca semienterrada en hielo tenía una frase apenas legible, escrita con lo que parecía ser una punta metálica.
Nadie escuchó. El hielo lo sabe. La fecha al pie era borrosa, pero los peritos estimaron que correspondía a finales de noviembre de 1998. El hallazgo no podía ser atribuido de forma concluyente a ninguno de los jóvenes, pero su cercanía al lugar de la tragedia y el contexto en que fue hallada permitieron inferir una autoría simbólica, se convirtió en la frase icónica del caso.
En respuesta al creciente interés social, un colectivo de estudiantes de la Facultad de Geografía organizó una exposición itinerante titulada Cartografías del silencio, que recopilaba fotografías del Nevado de Toluca, reproducciones de mapas falsos utilizados por Soria y extractos del cuaderno de ruta.

La exposición se inauguró en el Museo Universitario de Ciencia y Arte y fue visitada por más de 10,000 personas en sus primeras semanas. [Música] Al centro destacaba una vitrina con el piolet recuperado, suspendido en una caja de vidrio sobre un fondo negro. Una sola luz apuntaba a la empuñadura donde aún se leían las letras LBA. Ese mismo mes, el Ministerio de Turismo emitió una circular dirigida a todas las entidades federativas con zonas montañosas.
Ordenaba revisar la lista de guías activos, suspender inmediatamente a los no certificados y sancionar a quienes operaran sin acreditación. La respuesta fue desigual, pero sentó precedente. Por primera vez las montañas mexicanas comenzaron a ser vistas no solo como destinos de belleza natural, sino como territorios que requerían respeto, conocimiento y regulación.
Mientras los homenajes, exposiciones y reformas avanzaban, las familias permanecían en segundo plano. Habían decidido no asistir a más actos públicos, no hablar más con la prensa, no convertirse en estandarte de ninguna causa. Cuando un periodista insistió en obtener una declaración del padre de Leandro, este respondió con una frase que se replicó en redes sociales por semanas.
No necesitamos monumentos, solo que nadie más desaparezca sin que lo busquen. La tercera etapa de la investigación estuvo centrada en consolidar el expediente jurídico contra Alfonso Soria y en esclarecer con el mayor grado de detalle cada elemento que llevó al desenlace mortal de los dos escaladores. Aunque la sentencia estaba próxima.
El equipo forense, con apoyo de consultores internacionales en riesgos alpinos, emprendió una reconstrucción técnica completa del ascenso basada en las evidencias encontradas, las fotografías rescatadas del carrete dañado y los registros climatológicos del Nevado de Toluca en noviembre de 1998. [Música] El análisis demostró que en la fecha estimada de desaparición, una corriente de aire polar había descendido inesperadamente desde el norte del altiplano, provocando ráfagas de más de 80 km porh y una caída abrupta en la visibilidad.
Las condiciones meteorológicas registradas en el Boletín Oficial de la Comisión Nacional del Agua no fueron consultadas por los escaladores, lo cual reforzó la tesis de que actuaron sin asesoría profesional efectiva. Sin embargo, fue la composición del mapa que llevaban lo que llamó más la atención de los expertos.

Contenía una ruta ficticia que atravesaba una sección del glaciar que había sido sellada desde 1985 por riesgo de hundimiento debido a la acumulación de nieve sobre una red de grietas activas. Aquella ruta nunca debió haberse ofrecido como transitable. Además, el peritaje de los objetos hallados permitió reconstruir de manera precisa las últimas horas de vida de ambos jóvenes.
La libreta mostraba anotaciones muy puntuales a lo largo del 11 de noviembre, lo que indicaba que aún mantenían noción clara de la ruta y del tiempo. A mediodía del 12, fecha probable del accidente, no se registraban nuevas anotaciones, lo que llevó a inferir que el siniestro ocurrió antes del mediodía.
En el cuerpo de Leandro se encontró una fractura que los médicos forenses calificaron como compatible con caída libre de entre 4 y 6 m sobre superficie sólida. Mientras que en el cuerpo de Sergio se observaron lesiones menores consistentes con esfuerzos por manipular peso o escalar en condiciones precarias. La posición fetal en que fue hallado sugería hipotermia terminal.
Una vez cerrados todos los dictámenes técnicos, el tribunal programó la audiencia de sentencia para diciembre. En los meses previos, el caso generó una ola de interés entre académicos, ambientalistas y activistas por la seguridad en actividades de montaña. La Universidad Autónoma del Estado de México anunció la creación de una cátedra en seguridad de campo y montaña nombrada en memoria de Sergio Altamirano y Leandro Bustamante.
Diversos organismos universitarios colaboraron en la elaboración de un manual obligatorio de prácticas seguras en salidas académicas que fue distribuido a nivel nacional por la Anuyes. Mientras tanto, los fiscales perfeccionaban su alegato final. Uno de los elementos más potentes fue la reconstrucción sonora del último tramo del ascenso basada en modelos climáticos, testimonios y simulaciones topográficas.
El video que fue mostrado en la sala del tribunal proyectaba imágenes del glaciar bajo neblina con viento silvante y ecos apagados. Sobre la pantalla se sobreimpuso en silencio una frase del cuaderno de Sergio. Nos falta una cuerda. Soria dijo que no haría falta. Solo queda confiar. La sala quedó en silencio. No hubo necesidad de mayor retórica.

La desidia de aquel guía, mezclada con la credulidad propia de dos jóvenes idealistas, había generado una tragedia con nombre, fecha y cuerpo. Alfonso Soria escuchó esa proyección con los brazos cruzados. Durante todo el juicio, mantuvo un semblante impasible. No pidió disculpas.
No miró a las familias, solo habló una vez cuando se le ofreció la oportunidad de decir algo antes de la sentencia. Todos sabían a lo que se metían. La montaña no es un paseo. Si murieron, fue por débiles. La frase selló la percepción pública sobre él. No era solo negligente, era cruel. El tribunal dictó sentencia firme el 18 de diciembre de 2015, 23 años de prisión sin posibilidad de reducción.
La tipificación del delito incluyó homicidio culposo agravado por posición de garante, falsedad documental y omisión de auxilio. El juez fue tajante en su lectura. Usted no solo indujo a las víctimas a tomar una ruta peligrosa. Usted omitió salvarlos cuando tenía el deber moral y material de hacerlo. La noticia fue replicada en todos los medios.
En las redes sociales, miles de mensajes recordaban el caso con respeto y rabia. Al día siguiente, el nevado de Toluca amaneció cubierto de neblina. Un grupo de jóvenes alpinistas colocó, sin hacer ruido, una pequeña placa de acero inoxidable junto a la laguna del sol. No tenía logotipos, solo decía Sergio y Leandro. Noviembre 1998. El hielo habló por ustedes.
La sentencia contra Alfonso Soria Valverde marcó un punto de inflexión no solo para las familias de los jóvenes, sino para una comunidad entera que durante años había dado por perdida toda esperanza de verdad. Pero la justicia penal, aunque contundente, no ofrecía una respuesta emocional suficiente.
En los meses que siguieron al fallo, lo que emergió fue una segunda capa del proceso, la de la memoria pública, la reflexión institucional y el duelo colectivo. Y en esa etapa cada paso fue más íntimo, más lento, más cargado de un silencio que ya no era indiferencia, sino recogimiento. La Facultad de Geografía comenzó una revisión histórica de todas sus prácticas previas al año 2000.

Se detectaron múltiples casos en que estudiantes organizaron salidas sin asesoría, utilizando rutas informales y alquilando equipo en establecimientos sin licencia. Aunque ninguna de esas excursiones había terminado en tragedia, el riesgo siempre había estado latente. Como respuesta se organizó una jornada conmemorativa titulada Toprafías de la ausencia, donde se invitó a sobrevivientes de accidentes similares, expertos en ética del acompañamiento y familiares de víctimas de desapariciones en contextos de riesgo. El evento no fue masivo, no hubo cámaras.
Solo un micrófono abierto, una pantalla con nombres y un cuaderno de firmas donde los asistentes escribieron lo que durante años no pudieron decir. En paralelo, el gobierno del Estado de México inició las obras para habilitar un pequeño centro de orientación y memoria al pie del Nevado de Toluca.
El espacio, financiado en parte por una asociación civil formada por antiguos compañeros de Sergio y Leandro, consistía en una cabaña de piedra volcánica con materiales térmicos y paneles solares, equipada con mapas oficiales, rutas seguras, módulos de primeros auxilios y una sala silenciosa donde se proyectaban fragmentos de testimonios. No se le llamó museo, tampoco memorial.
El letrero en su entrada decía únicamente, “Antes de subir, escuche la montaña.” Dentro de este nuevo espacio, uno de los elementos más visitados fue una vitrina pequeña con los objetos hallados en 2014, la mochila de Sergio parcialmente desgarrada, el cuaderno de espiral abierto en la página donde aparecía la frase sobre Soria, la cámara Olympus ya sin carrete y el piolet con las iniciales LBA, aún oxidado, aún mudo.
Los visitantes no podían tocarlos, pero muchos se quedaban en silencio frente a ellos durante minutos. Algunos lloraban, otros tomaban notas. Una mujer dejó una flor seca entre el vidrio y el borde de la base. Un niño preguntó en voz baja, “¿Por qué no bajaron?” Mientras tanto, Alfonso Soria permanecía recluido en una celda de alta vigilancia, apartado del resto de los internos por motivos de seguridad. se le negó la posibilidad de apelar.

En su expediente disciplinario se registraron múltiples incidentes, agresiones verbales, aislamiento voluntario, resistencia a cooperar con actividades de reintegración. No recibió visitas. Ningún familiar acudió a su audiencia de revisión. A los ojos del mundo había desaparecido como tantas veces lo hicieron sus víctimas.
Sin embargo, la historia no se cerró allí. En agosto de 2016, durante la catalogación de archivos antiguos en la Dirección General de Servicios Periciales, un técnico forense descubrió una caja mal rotulada que contenía sobres con evidencias antiguas de casos archivados entre 1995 y 2000.
Entre ellos apareció una fotografía nunca antes examinada, una toma panorámica del nevado de Toluca desde el lado este, fechada en diciembre de 1998. Ampliando el negativo original, se distinguía a tres figuras humanas descendiendo una pendiente. Una de ellas llevaba una mochila oscura similar a la hallada en 2014. Las otras dos parecían estar a mayor distancia, en posición de espera o vigilancia.
El hallazgo fue interpretado con cautela. Aunque no pudo confirmarse la identidad de las personas retratadas, el fiscal encargado ordenó su inclusión en el expediente bajo la hipótesis de un acompañamiento adicional durante el ascenso.
No se descartó que Soria hubiera estado acompañado por otra persona, un posible cómplice o asistente. Sin embargo, la investigación no pudo avanzar. Los registros eran escasos y el tiempo había borrado demasiadas huellas. La posibilidad quedó abierta. como una grieta no cerrada del todo, una herida más que se sumaba al paisaje. En noviembre de 2016, al cumplirse 18 años de la desaparición, las familias regresaron en privado al nevado.
Esta vez no dejaron flores ni notas, solo caminaron hasta la laguna del sol. Se sentaron en las piedras durante horas y luego descendieron sin decir palabra. Uno de los rescatistas que los acompañó describió aquel momento como una despedida sin ceremonia, sin discurso, sin culpa.
habían vuelto al origen, no para buscar más respuestas, sino para entender que no todas las montañas devuelven lo que toman, pero algunas al menos enseñan a mirar distinto. Aquel año, cuando el calendario marcó otra vez el 12 de noviembre, la cima del nevado de Toluca amaneció cubierta por una capa ligera de escarcha temprana. El viento soplaba con una constancia tibia y el cielo, por un instante parecía suspendido en la quietud de lo no dicho.

No hubo homenajes oficiales, no se colocaron placas nuevas ni discursos frente a las cámaras, solo un puñado de pasos discretos ascendiendo al cráter, dejando huellas que el hielo borraría con la misma suavidad, con que el tiempo cubre las tragedias que nunca terminaron de explicarse del todo. En la base del centro de orientación inaugurado meses atrás, un joven de veinti pocos años, estudiante de geografía, se detuvo frente a la vitrina donde descansaban los objetos hallados.
Observó en silencio el violet oxidado, la credencial difusa, la cámara sin rollo, el cuaderno con la frase a medio trazo. No preguntó nada, solo anotó en su libreta una frase que murmuró para sí antes de irse. Las montañas no matan. El olvido. Sí. En las semanas siguientes, la historia de Sergio Altamirano y Leandro Bustamante fue incluida en el programa oficial de estudios de riesgo y ética en expediciones de montaña.
La tragedia dejó de ser rumor o leyenda, pasó a ser caso de estudio, advertencia, espejo. A cada nueva generación de alumnos se les entregaba, junto a los mapas oficiales y las rutas seguras una reproducción del último cuaderno. no como símbolo de fracaso, sino como recordatorio de lo que ocurre cuando el silencio se vuelve norma y la falta de regulación costumbre.
El caso cerró judicialmente con una sentencia firme, pero en las páginas de la memoria pública quedó una pregunta sin respuesta. ¿Cuántos otros silencios hay aún bajo el hielo? ¿Cuántas rutas falsas siguen colgadas en las paredes de tianguis y mochilas mal armadas? ¿Cuántos Sergio y Leandro siguen vivos en la decisión de cada estudiante que hoy elige subir o esperar? Quizás la montaña no devuelve todo, pero lo que entrega, aunque tarde, obliga a escuchar.