El domingo 2 de septiembre de 1990 amaneció con una bruma ligera suspendida sobre los pasillos aún húmedos de la ciudad universitaria en la ciudad de México. Era el inicio de un nuevo semestre y aunque las aulas aún no bullían de actividad, la zona de dormitorio se encontraba especialmente animada tras la fiesta clandestina organizada la noche anterior por estudiantes de varias facultades.
Entre ellos estaba Julián Esquivel Ordóñez, un joven de 19 años que cursaba el tercer semestre de letras hispánicas. Fue visto por última vez en las inmediaciones del antiguo auditorio de la Facultad de Filosofía y Letras hacia las 6 de la mañana, según los testimonios iniciales. Llevaba puesta una sudadera azul marino con las siglas de la UNAM y las iniciales bordadas de su nombre, pantalones claros y una libreta pequeña que solía llevar consigo a todas partes.
Quienes lo conocían lo recordaban por su timidez educada, su mirada serena y una sonrisa que aparecía solo cuando se sentía seguro. Esa mañana simplemente no regresó a su habitación. A las 11 en punto, Leonardo Ortega Rivas, su compañero de cuarto en el edificio cinco de dormitorios, notó la ausencia con inquietud.
La cama sin deshacer, el cepillo de dientes intacto, la libreta sobre el escritorio ausente. Leonardo comentó la desaparición a otros estudiantes, creyendo al principio que Julián habría ido a desayunar con alguien, pero al caer la tarde, la preocupación se transformó en algo más denso y punsante. A las 19:40, tras llamar a casa de Julián y confirmar que no había regresado, se presentó la primera denuncia formal ante la vigilancia universitaria, la cual remitió el caso al Ministerio Público esa misma noche.
Fue entonces cuando comenzó a tomar forma el expediente 740-90 bajo el encabezado frío, desaparición voluntaria o forzada de persona. En los días que siguieron, la comunidad estudiantil se dividió entre la indiferencia y la sospecha. Algunos profesores pegaron carteles con la fotografía de Julián en los tablones de anuncios, mientras los pasillos de filosofía se llenaban de murmullos y versiones contradictorias.
Se habló de una pelea, de un malentendido con un estudiante mayor, de un juego que se salió de control. Ninguna de esas voces alcanzó a reconstruir del todo lo ocurrido esa madrugada. La versión oficial, escueta fue la de un joven que desapareció tras una fiesta sin testigos directos, sin pruebas concluyentes, sin cuerpo. Lo que no se sabía entonces era que alguien sí había visto, que alguien había guardado en su garganta una verdad atravesada, una imagen imposible de olvidar, que alguien quebrado por el miedo y marcado por una amenaza había decidido callar.
El expediente, tras semanas sin avances y ante la presión de otras denuncias más mediáticas, fue archivado como no conclusivo a finales de ese año. El silencio comenzó a crecer como una maleza espesa en torno al nombre de Julián Esquivel Ordóñez. Y sin embargo, bajo el concreto, detrás de las paredes, más allá de los ductos que nadie volvió a inspeccionar tras el incendio de 1993, una voz quedó escondida, una voz que no era la suya, pero que hablaba por él.
Una voz que aguardaría 18 años para emerger del encierro. Durante los meses que siguieron a la desaparición de Julián, la vida universitaria continuó su curso con la impasible mecánica de las instituciones grandes. Las primeras semanas hubo asambleas, estudiantes indignados, velas encendidas frente al auditorio clausurado y volantes que exigían respuestas.
Pero pronto los nombres nuevos ocuparon los pasillos, las caras cambiaron y la memoria de Julián se volvió difusa como un eco que se desvanecía en la rutina. Para la mayoría fue simplemente otro caso sin resolver. Una página más en los archivos polvorientos del Ministerio Público en los registros internos quedó etiquetado con una frase lapidaria no localizable. Presunción de ausencia.
Leonardo Ortega Rivas terminó el semestre, pero su ánimo se volvió opaco. Desde la desaparición evitaba responder preguntas y apenas salía de su dormitorio. Algunos lo consideraron un joven retraído, otros sospechaban que sabía más de lo que decía. En marzo de 1991 abandonó la universidad sin avisar, entregó su credencial y no volvió a pisar el campus.
se mudó a Puebla con un familiar y según registros posteriores comenzó a trabajar como auxiliar administrativo en una imprenta. Nunca rindió declaración ampliada ni fue requerido nuevamente por las autoridades. En 2004, a los 33 años, falleció por complicaciones respiratorias. Su nombre quedó en silencio, como una sombra tenue, entre los papeles olvidados de una historia sin cierre en la UNAM.
El viejo auditorio de la Facultad de Filosofía y Letras, ya deteriorado desde finales de los 80, sufrió un incendio parcial en julio de 1993. Las llamas afectaron parte del techo y la instalación eléctrica, dejando inutilizable el recinto. Desde entonces fue clausurado, tapeado en algunas secciones y convertido en un espacio marginal dentro del campus. Nadie volvió a hablar abiertamente de Julián.
Los pocos que recordaban su nombre lo hacían en voz baja, como si mencionarlo fuera a agitar un recuerdo incómodo, un rumor enterrado. La madre de Julián, doña Rebeca Ordóñez, conservó durante todos esos años una fotografía enmarcada sobre la mesa del comedor. Acudía una vez al año a la explanada de rectoría cada 2 de septiembre con una cartulina modesta donde escribía en mayúsculas: “Julián, no te olvidamos.
Nadie se detenía a leerla, nadie, salvo algún joven curioso o algún guardia que la observaba con lástima. En 2006, ya anciana, escribió una carta abierta dirigida a la universidad y a la prensa, solicitando que el caso de su hijo fuera reabierto. No obtuvo respuesta. Pasaron 18 años así. 18 años en los que el nombre de Julián se volvió un susurro perdido.
18 años en los que la verdad estuvo al borde, esperando hasta que en 2008, durante las obras de remodelación del auditorio abandonado, un grupo de trabajadores derribó una rejilla metálica que cubría uno de los antiguos conductos de ventilación. Y entonces algo apareció. El lunes 21 de julio de 2008, a las 10:34 de la mañana, un estruendo metálico rompió la quietud polvorienta del antiguo auditorio de la Facultad de Filosofía y Letras.
En Ciudad Universitaria, el equipo de restauración, contratado para recuperar lo que quedaba del recinto cerrado desde el incendio de 1993, trabajaba entre vigas oxidadas, tablones ahumados y ecos atrapados en la arquitectura de un edificio que llevaba 15 años clausurado. El auditorio, que alguna vez albergó coloquios, protestas y asambleas, había quedado en el olvido.
Durante años fue apenas un esqueleto cubierto con lonas, tapeado a medias, ignorado incluso por quienes recorrían el campus a diario. En uno de los extremos, bajo una escalera que comunicaba con la zona de mantenimiento, el obrero Héctor Valerio golpeó sin querer una rejilla metálica antigua. Detrás de ella, oculto en el ducto de ventilación, algo se soltó con un golpe sordo.
Al acercarse, notó un bulto cubierto de tela envuelto como si alguien hubiera querido protegerlo del tiempo. Era una sudadera universitaria azul marino, con el escudo de la UNAM aún reconocible a pesar de los años. Al desplegarla vieron claramente las iniciales bordadas con hilo blanco sobre el pecho. Jo. Dentro de la prenda, como un corazón escondido, había una grabadora portátil Sony TCM2DV.
A su costado, adherida con cinta amarilla, una pequeña nota manuscrita decía simplemente 3 de septiembre, madrugada. El hallazgo fue notificado de inmediato al supervisor de la obra, quien suspendió los trabajos en la zona. La administración del plantel, informada ese mismo mediodía, revisó archivos internos. El nombre bordado en la sudadera correspondía a Julián Esquivel Ordóñez, estudiante desaparecido en 1990 en ese mismo campus y cuyo expediente había sido cerrado sin resolución.
La coincidencia no era menor. La grabadora fue transferida con custodia a la dirección jurídica de la universidad y de allí con aviso formal a la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México. Durante casi dos décadas, el expediente 740-90 había permanecido en una caja gris sellada con cinta, archivada como caso no conclusivo. Ahora, con este hallazgo, el polvo sobre el silencio empezaba a ceder.
Los especialistas del laboratorio de evidencia digital de la fiscalía se enfrentaron a una cinta magnética delicada al borde de la descomposición con técnicas de restauración digital. Lograron recuperar el contenido sin perder su integridad sonora. La voz que emergió del cassete no era la de Julián, sino la de su compañero de cuarto, Leonardo Ortega Rivas.
murmuraba con nerviosismo, como si cada palabra le costara el alma. Yo lo vi, lo empujó, lo insultó por lo que era y luego nos hizo callar a todos. Yo pensé que si hablaba yo sería el siguiente. Esa confesión grabada la madrugada del 3 de septiembre de 1990, apenas horas después de la desaparición de Julián, cambió todo.
Leonardo, fallecido en 2004, nunca había declarado esto en vida. Se supo más tarde que tras grabar el testimonio intentó esconderlo por miedo. Se había ido de la universidad poco después del incidente. Nadie supo entonces el motivo real de su partida, ni siquiera sus familiares más cercanos.
El análisis forense de la grabadora reveló rastros de ADN pertenecientes a Leonardo Ortega y a un segundo perfil genético masculino no identificado en bases penales. No obstante, el valor probatorio del audio se volvió incuestionable. La fiscalía abrió una nueva línea de investigación bajo el amparo de la ley federal para prevenir y eliminar la discriminación y del marco penal vigente desde 2006 que consideraba los crímenes de odio por orientación sexual.
Se conformó un equipo especial encabezado por la fiscal Mariana Quintero. Revisaron cada página del expediente de 1990. Buscaron nombres, vínculos, registros de conducta, listas de asistencia, fotografías. Interrogaron a ex profesores, empleados de mantenimiento, alumnos que aún estaban localizables. Se enviaron citatorios a más de 20 personas. Poco a poco emergió un patrón.
Entre los nombres recurrentes figuraba Benjamín Lujan Montiel, organizador de la fiesta del primero de septiembre de 1990. En su expediente disciplinario constaba una sanción menor por violencia verbal contra otro estudiante un año antes. A nadie le importó en aquel entonces, pero los testimonios recogidos recientemente lo describían como autoritario, impulsivo, de comentarios ofensivos, especialmente hacia quienes identificaba como diferentes.
Una excompañera de generación, hoy bibliotecaria en Morelia, recordó con exactitud una frase que escuchó de Benjamín esa semana: “Si los gays quieren jugar a ser iguales, que se atengan a las consecuencias.” En 1990, nadie la consideró una amenaza real. En 2008, ese eco tenía otro peso. La fiscalía solicitó su ubicación.
Benjamín era ahora un empresario exitoso, dueño de una editorial con sede en Querétaro, casado, con hijos y figura destacada en círculos culturales conservadores. Nunca se había pronunciado sobre el caso, nunca fue interrogado, pero ahora su nombre regresaba a la superficie junto con sospechas que ya no podían ser ignoradas.
La reconstrucción de la escena guiada por expertos en criminología histórica reveló que la fiesta donde Julián fue visto por última vez concluyó alrededor de las 5 de la mañana. Varias personas recordaban que Julián salió solo, molesto tras una discusión. Se supo que Benjamín había tenido un altercado con él esa noche. Según un testimonio recogido en 2008, Julián se había atrevido a confrontarlo por una burla homofóbica.
Otros recordaban haber visto a ambos caminar hacia una zona lateral del auditorio cerca del pasillo de mantenimiento. Allí, junto al ducto donde fue hallada la grabadora, existía un barandal defectuoso. Una solicitud de reparación fue registrada el 3 de septiembre de 1990, pero no indicaba el motivo. Ahora, con perspectiva forense, se analizó la posibilidad de que Julián hubiera sido empujado deliberadamente.
La altura de la caída era mortal, no se encontró cuerpo, pero sí evidencia de que la zona fue limpiada meticulosamente poco después del incidente. El silencio que se impuso en aquel entonces no fue casual. Varios testimonios confirmaron que se pidió a los estudiantes no hacer escándalo, que todo estaba bajo control. Algunos recordaron amenazas veladas, otros simplemente callaron por miedo.
Leonardo al parecer fue uno de los pocos que quiso romper ese pacto, pero lo hizo desde las sombras con una grabadora escondida como única forma de resistir. La difusión del hallazgo provocó una reacción en cadena. Colectivos LGBTQ Plus convocaron vigilias frente al auditorio.
Medios nacionales retomaron el caso. Se viralizó en redes. El hashtag justicia para Julián se convirtió en tendencia. Por primera vez, su nombre no era una desaparición sin rostro, sino el símbolo de una memoria negada. El 1 de agosto, la fiscalía emitió una orden formal de presentación contra Benjamín Lujan Montiel.
El interrogatorio fue fijado para el 5 de agosto. El país estaba a punto de escuchar una historia que durante 18 años había sido forzada al silencio. A las 8:17 de la mañana, el edificio de la Fiscalía Especializada en Crímenes de Odio de la Ciudad de México abrió sus puertas con un clima que no auguraba movimientos bruscos, cielo parcialmente nublado, apenas 17 ºC y un silencio administrativo que contrastaba con la expectativa de los investigadores.
A esa hora, en la sala tres de declaraciones voluntarias, los fiscales ya habían dispuesto una mesa rectangular, dos grabadoras digitales y una copia impresa del expediente 740-90. Habían pasado 18 años, 11 meses y 3 días desde la desaparición de Julián Esquivel Ordóñez. Y ahora, por primera vez, el hombre que aparecía repetidamente en los márgenes del expediente estaba convocado.
Benjamín Lujan Montiel llegó a las 9:01, acompañado por su abogado defensor. Vestía traje oscuro, corbata discreta y una expresión serena, incluso displicente. Su tono al hablar con la recepcionista fue educado, pero impaciente. Vengo a declarar por ese asunto antiguo de la UNAM. dijo, como quien menciona una multa olvidada.
No parecía sorprendido. Había recibido la notificación hacía una semana. Sabía que el nombre de Julián había regresado a los medios. Sabía también que la voz de Leonardo Ortega lo señalaba sin nombrarlo. La fiscal Mariana Quintero lo recibió sin protocolo. Le explicó el motivo de su citación y le ofreció café. Benjamín lo rechazó. Al inicio de la declaración negó tenido conflictos con Julián.
Afirmó que apenas lo conocía, que solo coincidieron en un par de clases optativas y que jamás hablaron más allá de un saludo. Según él, la fiesta del primero de septiembre de 1990 fue una reunión informal, sin incidentes. Dijo no recordar con precisión a los asistentes y negó cualquier participación en actos violentos.
Cada frase era medida, cada palabra contenida. Sin embargo, los fiscales tenían algo más que el testimonio grabado. Habían reconstruido el movimiento de estudiantes esa noche gracias a testimonios tardíos pero sólidos. Tres exalumnos recordaban una discusión entre Benjamín y Julián en el área común del dormitorio.
Uno de ellos, Silvia Mena, entonces estudiante de filosofía, lo recordaba con nitidez. Benjamín le dijo que no era bienvenido entre los normales. Julián se fue llorando. Eso fue lo último que vi de él. Además, la reconstrucción del plano del auditorio reveló que el ducto donde fue hallada la grabadora estaba cerca del pasillo, donde según mantenimiento hubo una caída.
Un croquis detallado indicaba que el barandal dañado reportado el 3 de septiembre era contiguo a la salida de emergencia lateral. En esa zona las cámaras de seguridad no llegaban. En 1990 no existía circuito cerrado completo. Lo sabían los estudiantes. Lo sabía Benjamín. Cuando se le mostró el informe forense y las fotografías actuales del ducto, su lenguaje corporal se modificó apenas perceptiblemente.
Se inclinó hacia atrás, cruzó los brazos y desvió la mirada, pero no habló. Su abogado objetó las conjeturas. Mi cliente no tiene ninguna relación directa con ese objeto ni con el contenido de la grabación. No hay prueba que lo incrimine y sin embargo, sí la había.
Los investigadores habían cruzado el perfil genético hallado en la grabadora con registros médicos voluntarios. En 1991, Benjamín se sometió a una intervención quirúrgica menor en la clínica de la UNAM. En los archivos del Hospital Universitario quedó registrado su ADN como parte de un programa experimental de identificación médica. No estaba en bases criminales, pero existía. Los peritos cotejaron ambas muestras.
El resultado fue positivo. Ante la evidencia, el abogado solicitó una pausa. Benjamín guardó silencio durante varios minutos. Al reanudarse la sesión, su tono había cambiado. Dijo que la fiesta fue intensa, que sí había bebido y que recordaba una discusión con Julián, pero no recordaba cómo terminó.
Pudo haber sido un accidente. No sé, estábamos alterados. Yo no soy esa persona ya. Los fiscales registraron su declaración y notificaron al juez de control. En paralelo, el Ministerio Público solicitó medidas cautelares. Benjamín no fue detenido ese día, pero quedó bajo vigilancia domiciliaria.
El país, mientras tanto, comenzaba a tomar conciencia de lo que aquel caso significaba. Durante las semanas siguientes se revelaron más piezas. Un documento interno de la Dirección General de Servicios Generales de la UNAM, fechado en septiembre de 1990, mencionaba una limpieza urgente en la zona del auditorio tras incidente menor con estudiante.
No hubo parte médico ni informe a rectoría. Todo fue tratado como una operación de rutina. El acceso a ese documento había sido restringido por años. Además, se descubrió una carta anónima enviada en octubre de 1990 al director de la Facultad de Letras que decía, “Nos obligaron a callar. Dijeron que si hablábamos habría consecuencias. Nadie pregunta por el silencio.
” Fue descartada entonces como una broma. Ahora era una pista. Se citaron antiguos miembros del personal de seguridad. Uno de ellos, ya jubilado, confirmó haber visto a dos estudiantes discutir esa noche en las inmediaciones del auditorio. Vi como uno empujó al otro. No vi la caída, pero oí el golpe. Me ordenaron no hablar.
¿Quién lo ordenó? Dijo que no recordaba el nombre, pero era alguien del consejo estudiantil. Al revisar los registros, coincidía con un grupo político afí a la administración. Benjamín fue parte de esa agrupación. El caso cobró fuerza. Se organizó un acto público en la explanada principal del campus.
Por primera vez se leyó en voz alta el nombre completo de Julián junto con una cronología de su desaparición. Su madre, Rebeca Ordóñez, fue invitada a tomar la palabra. La anciana, ya con voz temblorosa, sostuvo la fotografía de su hijo y pronunció solo una frase. Este silencio nos quitó todo, pero hoy empieza a devolvernos algo.
La fiscalía solicitó formalmente la vinculación a proceso de Benjamín Lujan Montiel. El juez aceptó la causa por homicidio con agravante de odio. La defensa intentó desacreditar la validez de la grabación por el paso del tiempo, pero el contenido, el ADN y los testimonios eran consistentes. En audiencia pública, la grabación fue reproducida parcialmente. Se escuchó la voz de Leonardo.
El silencio posterior en la sala fue más elocuente que cualquier alegato. Durante el juicio, Benjamín se mostró distante. Alegó confusión, estrés, juventud imprudente. Dijo que nunca quiso dañar a nadie, que no recordaba haber empujado, que quizá fue un mal paso, que el odio era de otros, no suyo. Pero nada de eso fue suficiente. Los fiscales presentaron un video inédito grabado en 1990 de una asamblea estudiantil donde Benjamín, entonces con voz firme decía, “La facultad debe ser un espacio sano. No podemos permitir desviaciones que la contaminen.”
No hablaba de política, hablaba de personas, hablaba de Julián. El jurado deliberó durante 3 días. Finalmente, el 27 de noviembre de 2008 fue declarado culpable de homicidio por motivos de odio. La sentencia, 42 años de prisión sin derecho a libertad condicional anticipada, fue trasladado al reclusorio oriente bajo estricta custodia.
El caso Julián Esquivel Ordóñez se convirtió en el primer expediente reabierto con éxito gracias a un testimonio póstumo en soporte analógico. Su historia fue replicada en medios internacionales. La UNAM organizó un coloquio titulado Memoria, silencio y justicia y aprobó por unanimidad una propuesta para declarar el 2 de septiembre como día universitario contra la homofobia y la intolerancia. Una placa fue instalada en el auditorio restaurado.
En letras sobrias se lee a la memoria de Julián Esquivel Ordóñez, 1990, nunca más el silencio. Durante la ceremonia, varios exalumnos lloraron en silencio. Algunos habían sabido, otros apenas recordaban, pero todos comprendían ahora lo que había costado recuperar la verdad. En los días siguientes, estudiantes dejaron flores bajo la placa, rosas, crisantemos, pequeñas notas escritas a mano.
Una de ellas decía, “Perdón por haber callado, perdón por no preguntar.” El nombre de Julián dejó de ser un rumor. Se volvió parte de la historia, parte de un país que aprendía lentamente que la justicia también puede llegar cuando el tiempo ha pasado, que las voces escondidas, si logran cruzar el silencio, pueden aún transformar la memoria de todos.
El 2 de septiembre de 2009, exactamente 19 años después de la desaparición de Julián Esquivel Ordóñez, la explanada central de la Facultad de Filosofía y Letras volvió a llenarse, pero no con gritos de protesta ni pancartas improvisadas, sino con un silencio lleno de dignidad. Era mediodía. El sol caía a plomo sobre el pavimento, pero nadie se movía.
Decenas de estudiantes, profesores, autoridades universitarias y familiares habían acudido al acto conmemorativo convocado por la universidad en colaboración con organizaciones civiles y colectivos de derechos humanos. En el centro de todo, sostenida sobre un pedestal de granito, la placa con el nombre de Julián brillaba con una luz nueva.
La madre de Julián, doña Rebeca Ordóñez, llegó acompañada por dos sobrinas. Caminaba despacio, con los ojos húmedos, pero sin temblor. Al verla, algunos de los asistentes bajaron la cabeza. Otros la recibieron con abrazos silenciosos. La anciana llevaba en la mano una rosa blanca que depositó al pie de la placa. No dijo nada, ya no hacía falta. La ceremonia duró poco más de una hora.
Hablaron el rector, la fiscal Mariana Quintero y un representante del Congreso que anunció la creación de un fondo de apoyo para la investigación de crímenes de odio en contextos universitarios. Pero lo más importante no fue lo que se dijo, sino lo que se reconoció. Por primera vez, la universidad aceptaba públicamente su responsabilidad institucional en el encubrimiento del caso.
Por primera vez, el nombre de Julián no era una nota marginal, sino un punto de partida. En los días siguientes, los medios hablaron del acto. Algunos editoriales lo llamaron reparación simbólica. Otros dijeron que era demasiado tarde. Pero para quienes habían seguido el caso desde el hallazgo de la grabadora, el acto tenía otro valor. Cerraba un ciclo. No el del dolor que sigue su propio curso, sino el del silencio impuesto.
En las aulas, algunos profesores comenzaron a citar el caso como parte del temario. En los pasillos, estudiantes nuevos preguntaban por Julián como si lo conocieran. Su rostro reproducido en murales y camisetas ya no era una imagen perdida, sino un símbolo que interpelaba, un recordatorio de lo que puede ocurrir cuando la indiferencia se normaliza, cuando el miedo gobierna, cuando el silencio se vuelve ley.
Un año después, en 2010, la facultad abrió un seminario permanente sobre violencia estructural en contextos educativos. Se le dio el nombre de seminario Julián Esquivel. En la inauguración, la coordinadora leyó un fragmento de la carta que Leonardo Ortega dejó sin enviar en 1990 y que fue hallada entre sus pertenencias por su hermana años más tarde.
El silencio también es un lugar, pero no uno donde se vive, sino donde se muere. El país marcado por tantos otros silencios, adoptó aquel caso como paradigma. Se citó en foro sobre justicia transicional, en documentos de Naciones Unidas, en reformas legislativas, pero más allá del reconocimiento oficial, lo esencial permanecía en otra parte, en las historias mínimas, en las miradas detenidas frente a la placa, en el murmullo que surgía cada vez que alguien por primera vez pronunciaba el nombre completo, Julián Esquivel Ordóñez.
Hoy su ausencia se ha transformado. Ya no es una grieta, sino una semilla. Una memoria viva que no pide venganza, sino verdad. una señal de que incluso el silencio más largo puede romperse. [Música]
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