El primer día que la vi, el aire olía a tierra seca y a promesas por cumplir. Era marzo, de esos marzos que todavía se sienten como verano, cuando el sol se filtra entre los árboles del camino de tierra y el polvo parece quedarse flotando.
Lucía estaba allí, con su guardapolvo blanco, la mochila zurcida y la mirada fija en el horizonte, como si el futuro estuviera esperándola en el otro extremo del camino.
—Señorita, ¿puedo ir con usted a la escuela? —me preguntó con esa valentía que solo tienen los niños que sueñan sin miedo.
No supe qué responder. Conocía su historia. Vivía con su abuela, doña Ramona, a diez kilómetros del pueblo. Su madre había muerto y su padre, según se decía, se había marchado a trabajar lejos.
—¿Tu abuela sabe que estás aquí? —le pregunté.
—Sí, señorita. Dice que si quiero aprender, tengo que caminar. Pero sola me da miedo.
Apreté los labios. Aquel camino lo había recorrido cientos de veces. Sabía lo largo que era, lo áspero, lo silencioso.
—Está bien —le dije finalmente—. Caminemos juntas.
Y así comenzó todo.

Cada mañana, salía de mi casa a las cinco y media. La madrugada todavía tenía olor a frío y a pan recién hecho. Caminaba diez kilómetros hasta el rancho de Lucía, donde ella ya me esperaba sentada en la entrada, con su sonrisa y esa ilusión que no se apaga ni con la pobreza ni con el cansancio.
Juntas hacíamos los otros diez kilómetros hasta la escuela. Veinte en total, cada día. Veinte kilómetros de charlas, de risas, de silencios compartidos.
A veces hablábamos de matemáticas, otras de mariposas o de lo que quería ser de grande.
—Quiero ser doctora, —me dijo una vez— para curar a la gente sin cobrarles.
Me reí. —Entonces tendrás mucho trabajo, Lucía.
—No importa. Quiero ayudar, como usted me ayuda a mí.
Yo no sabía qué decir. Solo le sonreí y seguimos caminando.
Con el tiempo, mi cuerpo empezó a protestar. Las piernas me dolían, el aire me faltaba. Un día fui al médico del pueblo. Me miró con cara seria, de esas que no auguran buenas noticias.
—Tiene cáncer —me dijo sin rodeos—. Está a tiempo, pero debe comenzar el tratamiento cuanto antes.
—¿Y si no lo hago?
—Entonces no habrá mucho “cuanto antes”.
Salí del consultorio con la cabeza llena de ruido. Esa noche no dormí. Pensé en Lucía, en sus pasos pequeños siguiendo los míos sobre el polvo del camino. Y decidí esperar. Solo hasta fin de año, me dije. Después, ya veríamos.
Con los meses, los niños empezaron a sumarse. Primero Tomás, que vivía tres kilómetros más allá. Luego Marta, y después los hermanos Castro. Éramos siete en total. Yo los veía caminar delante mío, charlando, compartiendo una botella de agua o un trozo de pan, y me sentía parte de algo más grande que el dolor o la enfermedad.
Los padres nos esperaban en los cruces con mate caliente o galletas. Me daban las gracias con esas manos callosas de quienes trabajan la tierra.
—No es nada —decía siempre.
Pero sí lo era. Era todo.
Porque cada paso me costaba más. El cáncer avanzaba, lo sentía. A veces debía detenerme a mitad del camino, fingiendo que quería observar el paisaje, solo para poder respirar.
—¿Está bien, señorita? —me preguntaba Lucía.
—Sí, mi amor. Solo un poco cansada.
Ellos lo sabían. No decían nada, pero lo sabían.
Un sábado de octubre me llamaron los padres. “Queremos hablar”, dijeron. Fui pensando que tal vez querían organizar una colecta o algo para la escuela.
Cuando llegué, había más de veinte personas reunidas bajo el alero de la casa de don Ramírez.
—Señorita, —empezó él— sabemos lo que hace cada día. Y también sabemos que está enferma.
Sentí un nudo en la garganta.
—Estoy bien, —mentí.
Doña Ramona se levantó despacio. —No lo está. Yo la veo. Cada mañana le cuesta más.
No pude negar nada. Bajé la mirada.
—Tengo cáncer, —dije finalmente— pero no quiero dejar de acompañar a los niños. Ellos me necesitan.
Don Ramírez me puso una mano en el hombro. —Y usted necesita vivir. Por eso, ahora nos toca a nosotros.
Sacó una llave del bolsillo y me la tendió. —Entre todos compramos una combi usada. Yo voy a manejarla. Así los niños seguirán yendo a la escuela… y usted podrá cuidarse.
Me quedé sin palabras. Algunos habían vendido animales, otros aportado lo poco que tenían. Lo habían hecho por mí. Por nosotros.
—No pueden hacer esto… —susurré.
—Claro que sí, —respondió doña Ramona— usted nos enseñó que la educación vale cualquier sacrificio.
Y lloré. Lloré como hacía tiempo no lloraba.
El lunes siguiente, la combi amarilla apareció frente a mi casa. Los niños estaban adentro con globos, carteles y sonrisas que curaban más que cualquier medicina.
“Gracias, seño”, decía el cartel que Lucía sostenía con orgullo.
Me subí, temblando.
—¿Sorprendida, señorita? —preguntó ella.
—Mucho, —dije entre lágrimas.
Desde la ventana, vi pasar los caminos que durante meses había recorrido a pie. Ahora los veía de otro modo: más verdes, más vivos, llenos de esperanza.
Comencé el tratamiento esa semana. Los médicos me retaron por haber esperado tanto, pero cuando les conté por qué, me miraron de otro modo.
—Esos niños tienen suerte de tenerla, —dijo una doctora.
—No, —le respondí— yo tengo suerte de tenerlos a ellos.
Tres años después, sigo aquí. El cáncer está en remisión. Los doctores lo llaman milagro, pero yo sé que fue amor. Fue comunidad. Fue el eco de esos pasos pequeños acompañando los míos, cada mañana.
La combi amarilla sigue pasando todos los días, ahora con más niños, más risas, más futuro.
Lucía, mi Lucía, está en quinto grado. Me visita los fines de semana y me dice que cuando sea grande será maestra.
—Voy a caminar lo que haga falta, —me dice— para que otros niños puedan aprender.
Yo la miro, sonrío, y le respondo lo mismo que aquella primera mañana de marzo:
—Cada paso que des, Lucía, será un paso hacia tu futuro.
Y en silencio, agradezco por los veinte kilómetros que me enseñaron lo que realmente significa vivir.
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